El Forjista

La reconstrucción de Hispanoamérica

Manuel Ugarte

Prólogo

Este libro es algo así como un testamento y una despedida. No lo digo para dramatizar, sino para establecer el plano en que me sitúo. He cumplido los setenta años el 27 de febrero de 1945. Me encuentro en una zona en que el hombre es sobre todo una consecuencia. Pese a la salud y al optimismo, se acerca el término inevitable, y quiero dejar antes de partir, mi sentimiento, mi convicción, mi verdad, en cuanto se refiere a la América Latina y a su porvenir.

El conjunto de las repúblicas latinoamericanas que en este libro llamaremos Iberoamérica, constituye una entidad diferenciada, con características y problemas propios. La filosofía de la historia, la evolución de las ideas, los remolinos del mundo, han de interesarnos especialmente en el plano de las prolongaciones, las ventajas, y el porvenir que puedan ofrecer al conjunto de nuestra entidad geográfica, étnica y espiritual. Desde esta plataforma contemplo el pasado, el presente y las horas inseguras que nos esperan.

Iberoamérica procede de dos vertientes que nada puede desviar o suprimir: la que emana de América pre-colombina y la que irrumpe con la presencia hispana. Fundidas una y otra en estuario de recuerdos, realizaciones y esperanzas, frágiles aún en ciertos órdenes, a pesar de todo un programa, una herencia y una brújula, hay que evitar que corran riesgo de desaparecer porque constituyen la promesa de una nueva modalidad humana, de un pensamiento distinto dentro de los valores universales.

Tengo ciega fe en Iberoamérica y en su predestinación. Llego a creer que su existencia como organismo autónomo es necesaria para el equilibrio del mundo. Me enfrenté con el problema, deliberadamente de espaldas a todos los favores posibles, sabiendo de antemano que sólo me aguardaba la hostilidad, para ponerme al servicio del Continente hispano que está pidiendo que lo interpreten en su expresión definitiva. En esa actitud me mantengo y el rápido análisis que emprendo ahora, ajeno a las voces que nos oprimen desde el éter, no tiene otro fin que examinar en horas confusas nuestros intereses especiales, regionales, inalienables desde un punto de vista propio, desligado de extrañas sugestiones.

Lo que vengo a decir ahora podrá parecer aventurado, insuficiente o fragmentario, pero sé que tiene contenido durable. Otros lo completarán mañana con más calma, tiempo o capacidad.

No puede interesarnos elegir entre los imperialismos. El imperialismo inglés, el imperialismo alemán, el imperialismo norteamericano, el imperialismo japonés, el imperialismo ruso, son igualmente contrarios a nuestro desarrollo, prosperidad y destino.

Frente a la conflagración y en medio del desorden que se puede prever hasta que el mundo recupere después de largos años su equilibrio sólo cabe sacar enseñanza de los errores pasados para preservar en la parte del planeta en que nacimos las formas de vida, de pensamiento, de acción que integran las distintivas, los resortes, la atmósfera, sin la cuál seríamos tributarios de otros pueblos y a poco andar, virtualmente vasallos. Todo lo demás, resulta, por un lado colonialismo emotivo al servicio de tirios o troyanos, y por otro lado, colonialismo ideológico, con vista a la política exterior, constantemente sujeta a inspiración extraña.

La preocupación realista de la perdurabilidad del núcleo esencialmente vulnerable, y de las contingencias a que puede hallarse expuesto a consecuencia del conflicto, no ha llegado hasta la opinión pública. A nadie ha preocupado la educación nacional frente a la nueva atmósfera, la interpretación propia de las conveniencias, el plan estratégico para tener a raya las acechanzas y preservar posibilidades futuras. Menos aún la consideración de la trayectoria y la observación experimental de los nuevos sucesos.

Vuelvo a insistir en que este libro es ajeno a toda propaganda.

La independencia de mi vida me pone al margen de influencias directas o indirectas. No entiendo, repito, hacer el juego de Inglaterra ni el de Alemania, ni el de Estados Unidos, ni el de Japón, ni el de la Unión Soviética.

No me pongo anteojos para defender la democracia o el totalitarismo.

No voy a usar un criterio de coolí con las limitaciones mentales que suelen hacer ley en ciertos círculos. Vengo a cuadrarme con respeto frente a mi nacionalidad para responder al ¿quién vive? con una palabra: Iberoamérica.

Por mucho que presionen las ideologías insistentes y los abruptos cosmopolitismos, estas tierras tienen vida y problemas inconfundibles: vida y problemas que no se resuelven por delegación dentro de las soluciones que persiguen los extraños.

La mayor parte de lo que se ha escrito hasta ahora sobre nuestra América se ha escrito con el deseo de agradar a alguien, dentro o fuera de los límites nacionales. La intención se vio torcida por el interés inconfesado o por la prudencia comodona. “Me conviene decir…” “No me conviene decir…”. A mí tampoco me interesa la canción. Siempre he remado contra la corriente; y al dar ahora forma a reflexiones que contarían intereses extraños y apasionamientos locales, nada nuevo me han de traer los reflujos. Por mantener convicciones contra viento y marea no fui nunca nada en mi país ni en el Continente. Sigo en la proa, sin preguntarme, para opinar, hacia que lado sopla el éxito.

Desde que publiqué libros sobre el tema americano y realicé giras de conferencias contra el imperialismo he sido puesto la margen de toda actividad. El ostracismo no fue voluntario, como dieron en decir algunos.

Fue y sigue siendo terca resistencia de plaza sitiada a la cual cortaron toda comunicación. Adulando a los tutores de Iberoamérica pude lograr fructuosas situaciones. Combatiéndolas, sólo alcancé lo que afronto hoy de nuevo.

Yo escribo, si me permiten la imagen, en medio del bombardeo espiritual de una época. Porque también tiene la paz sus explosivos devastadores que enturbian y confunden. Pero hay que enfrentarse con las nuevas perspectivas, tratando de comprender los fenómenos que nos salen al encuentro.

La guerra interrumpió y removió profundamente la vide de Iberoamérica, sin solucionar, ni modificar, ni aclarar siquiera sus problemas. Antes bien los hizo más complicados y agudos. Hubiera sido, por otra parte, ingenuo esperar que otros se encargarían de captar la vibración que corresponde a nuestra entidad geográfica, étnica y espiritual para favorecernos o salvaguardarnos en medio del trágico remolino. Fueron nuestros gobernantes los que debieron actuar de acuerdo con las exigencias de la hora y desgraciadamente no lo hicieron. Cuando las generaciones futuras analicen o abracen esta época, permanecerán estupefactas ante tanta imprevisión. Pero pese al silencio de los jefes responsables, en el alma de Iberoamérica empiezan a levantarse las preguntas tumultuosamente: ¿Qué somos? ¿Cómo hemos vivido? ¿Qué nos aguarda? El examen de conciencia hace salir a la superficie las propias culpas. La contemplación del horizonte todavía en llamas nos hace pensar en el futuro. Nunca se vio tan loca confusión de ideas, jamás estalló la desorientación en forma tan estruendosa. ¿A dónde vamos?

En este libro aspiro a plantear el problema en sus verdaderos términos y deseo que llegue a la juventud y sirva de base para discutir la acción futura.

En medio de sus dolores, la guerra tuvo la virtud de revelar a Iberoamérica su situación. Trajo una luz nueva que ayuda a discernir matices, a revisar globalmente la ideo apocada que tuvimos nosotros mismos, completando o eliminando incertidumbres. Al resplandor del incendio surgieron perspectivas nuevas que ponen de relieve errores endémicos y ofrecen, en cierto modo, una radiografía de nuestro estado.

Iberoamérica sufre en estos momentos no sólo la crisis general del mundo sino la crisis propia que nace del descubrimiento tardío de su verdadera situación. La independencia política no acabó en realidad con la esencia del colonialismo y las exigencias de la hora obligan a una severa revisión de sistemas en todos los órdenes. Hay problemas capitales que hasta ahora fueron olvidados: el de la convivencia necesaria de los diferentes componentes étnicos, el de nuestra debilidad en medio de los remolinos del mundo, el de la valorización con elementos propios de las riquezas nativas, para no citar más que algunos. Parece que de pronto se corre un telón y se abre en relieve el panorama que nunca logramos abarcar. Estas incógnitas, deben interesarnos más que la incidencia de la política directa de cada república, porque de sus solución depende la verdadera construcción nacional.

La guerra de 1939, como la de 1914, es decir los dos remezones más formidables que conocieron los siglos, los dos sucesos históricos de mayor importancia que ha visto la humanidad es estos últimos tiempos sólo fueron enfocados en Iberoamérica desde el punto de vista de las ideas generales, desde el punto de vista de los apasionamientos instintivos (como si asistiéramos a un match de fútbol) y desde el punto de vista de la repercusión sobre los partidos, calculando las ventajas que estos grupos o aquellos podían obtener en el damero diminuto de las ambiciones locales.

Los imperialismos que nos supergobiernan tienen una verdad para ellos y otra para los pueblos que aspiran a seguir mediatizando.

En principio, a nosotros no nos correspondía elegir entre los imperialismos en guerra. El imperialismo inglés, el imperialismo alemán, el imperialismo norteamericano, el imperialismo japonés, eran igualmente peligrosos para el desarrollo, prosperidad y destino de Iberoamérica frente a la conflagración y en medio de los desmoronamientos que se podía prever hasta que el mundo recuperase, después de largos años, su equilibrio, sólo cabía hacer un cálculo de probabilidad, jugar con gran prudencia las cartas para nuestra postguerra preservar en la parte del planeta en que nacimos nuestra forma de vida, de pensamiento y de acción.

La guerra fue enfocada por nosotros al margen de todo criterio experimental.

No podía ser un espectáculo para Iberoamérica. A través del sensacionalismo de las noticias había que desentrañar la esencia de la conmoción, había que medir las remociones históricas susceptibles de alterar la ordenación del mundo y como lógica consecuencia reconsiderar la noción que tenemos de lo que son y pueden ser nuestra repúblicas.

En realidad nunca se halló Iberoamérica frente a problemas tan graves, nunca corrió riesgo tan decisivo. Aunque nada hicimos por determinar la conflagración, la conflagración nos arrastraba en sus nebulosas consecuencias.

Fuimos ajenos a la ambición, el odio, a las ventajas posibles. Sin embargo, nuestro presente y nuestro futuro se hallaban pendientes de la sangrienta partida de naipes que se jugaba del otro lado del mar.

Esta dependencia en la trayectoria, no podía ser más injusta, si la palabra justicia conserva significado, en medio de los desmoronamientos actuales.

Aterra en pueblos en formación, prometidos, con todos sus defectos, a la prosperidad y al triunfo pacífico, puedan ser arrastrados en la vorágine nacida de los rencores o las avideces de grandes naciones dominantes que periódicamente se disputan, en los siglos, la primacía.

En el estado actual de Iberoamérica toda oposición a la política de los gobiernos ha de tomar la forma de una aprobación con reservas. Pero esas reservas pueden ser de tal carácter que pongan en evidencia la verdadera situación, despertando la conciencia colectiva. Así, aceptando aparentemente la engañosa colaboración continental, cabría preguntar por qué no se aprovecha esta fraternidad para la prédica de los que especulan, en uno y otro sector, con la ingenuidad de tierras inexperimentadas, abiertas a los ardides clásicos de la política internacional. La guerra proyecta una luz clara sobre la evolución del Continente: y esa luz ayuda a deletrear hechos, circunstancias y perspectivas que rebasan el panorama evocado en que obedecen a otras rotaciones.

Sería ingenuo, por otra parte, esperar que otros se encarguen de preservarnos y salvaguardarnos.
En la hora en que entramos, ningún hombre, ningún grupo humano merece conservar lo que no sabe defender; y ha llegado el momento en que me pregunto si los pocos latinoamericanos corrientes que seguimos luchando a favor de la dignidad y la autonomía de Iberoamérica no vamos llevando a cuestas el cadáver de una raza.

Iberoamérica ha mirado ya demasiado hacia fuera: urge que empiece a mirar hacia adentro; hay que saber si lo que quiere es vivir o diluirse en el mundo. Lo que vive, mantienen una entidad autónoma, lo que muere se funde en el alma universal.

Arruinado, difamado, condenado al ostracismo, no he escarmentado todavía y vuelvo a insistir sobre el tema al cual debo mis reveses y del cual no he de sacar más que nuevas represalias y dolores. Pongo en este libro las reflexiones de toda mi vida, porque sea cual fuere la región del mundo en la cual he vivido, mi única preocupación fue siempre la preservación y el triunfo de nuestra América. Poeta me decían, creyendo disuadirme. El escritor es la partícula más vibrante de la colectividad de la cuál emana una especie de antena que registra y transmite las sutiles vibraciones que después se amplifican y transforman en clamor general. Su papel es generalmente el de anunciador o vigía. Sacrificado a menudo, desconocido a veces como precursor, pero eficaz siempre como chispa primera de realizaciones que han de entrar luego en el reino de las cosas deseadas primero y realizadas después.

Para preservar la integridad de mi espíritu he preferido siempre el silencio sacrificando una posible actuación a los juegos de trapecio que practican algunos para no abandonar el tablero de la actualidad.

Poco importa el olvido. Entraré con mis ideas o no entraré.

Saqueado por unos y otros, todos hicieron leña fácil de lo que yo había dicho sacrificadamente un cuarto de siglo, pero así como hicieron leña del árbol sin citar al árbol, hicieron leña del árbol sin destruirlo, espiritualmente y en este libro vuelve a surgir ese espíritu, cercado, silenciado, sacrificado pero indemne, y así he vivido, excluido hasta del trato con las gentes porque muchos para no comprometerse se escudaron a sabiendas en la injusticia propalada para escudar su propia cobardía. Mis primeros artículos sobre la cuestión se publicaron en “La Epoca” de Madrid, en 1902. Hacen, pues, cuarenta años que en ese lapso mi vida ha sido una novela inverosímil.

Escribo este libro a una altura de la vida en que un hombre es sobre todo, una conciencia y en que no cabe sospecha de intriga o ambición. Lo que dejo en estas páginas es mi testamento espiritual. Por eso cabe recordar sin vanidosa complacencia, los antecedentes y la trayectoria de una acción que se ha mantenido durante cuarenta años. Las gentes que vengan sabrán que yo me atreví a decir prematuramente estas verdades y he de hacer por que no sean ahogadas en el camino, como aquellas cartas que dejó Lugones. El propósito que yo tuve desde mis primeros años de honrar a mi patria y de servirla, lo he expiado durante toda mi vida. Si me hubiera limitado a sacar de las circunstancias el mejor partido, me hubiera elevado en cambio y en vez de ser vilipendiado sería respetado por todos.

¡Cuando recuerdo a todos los nobles espíritus y grandes patriotas que fueron fusilados en Cuba para que esta isla pasara a ser dominada por Estados Unidos! Para tener una idea del estado de sugestión en que se encuentran nuestras repúblicas, basta señalar el entusiasmo con que desde los primeros meses de 1942 empezaron a levantar astilleros y a fomentar la construcción de barcos. En más de un siglo de vida independiente estos Estados, esencialmente exportadores, no se habían ocupado del asunto. Sólo advirtieron la urgencia de construir barcos cuando los submarinos aniquilaron las flotas de los Estados Unidos e Inglaterra. Para acudir en auxilio de estas últimas potencias, hicimos lo que no soñamos siquiera para asegurar nuestra vitalidad. Nuestro ideal no puede consistir en proporcionar obreros y cuando más, cabos y sargentos, a la industria extranjera dirigida por extranjeros que usufructúa las riquezas de nuestro país.

Las listas negras fueron anteriores a la guerra actual y a la del 14. Los anglosajones, con la perfidia que les ha permitido suplir en la historia el valor de que carecen, pusieron al margen de la visa a todos los que se opusieron a su dominio. Los que se pronunciaron contra ellos no pudieron ser siquiera personas decentes.

Los anglosajones se han servido de la libertad y de las ideas avanzadas para corromper a los demás pueblos.

Noruega, Suiza, España, Turquía: Ninguno de esos gobiernos ha invocado razones ideológicas para regular su actitud, sino razones de conveniencia nacional, ajustando su política, a la preocupación exclusiva de su destino como nación.

Si la libertad de opinar me invalida, la firmeza es mi orgullo.

Pero entiéndase también que tampoco es este libro de combate con vista a llevar la contraria a un bando, a una doctrina o a una Nación. Fui precisamente independiente porque nunca fui apasionado. A lo que aspiro es a mantener la visión clara, el equilibrio dentro de una implacable veracidad. Escribo pensando en que otras generaciones juzgarán el intento, el esfuerzo y el sacrificio. Al desear su aprobación, renuncio a cuanto pudo ser actual, limitado o egoísta.

Sería vano apropiarnos las ecuaciones de una guerra que no es nuestra. Pero sería vano también desconocer que al resplandor de los incendios actuales se ve más clara nuestra situación y se abarca el panorama de la política internacional, de todos los tiempos. Ni las intransigencias de rebote, ni los lirismos anacrónicos no han de hacer olvidar la áspera realidad utilitaria en cuya vorágine caen o se levantan las naciones sin más ley que su energía y su capacidad para perdurar.
Si nos alejamos de la actualidad en los primeros capítulos es para abarcar mejor los antecedentes y comprender el problema. Enfoco la situación de Iberoamérica desde el punto de vista de lo que fuimos, somos y podemos ser. Ha llegado la hora de realizar la segunda independencia. Nuestra América debe cesar de ser rica para los demás y pobre para sí misma. Iberoamérica pertenece a los iberoamericanos.

Manuel Ugarte

 

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