El Forjista
I - Civilizaciones, métodos, resultados
Si al hablar de la superioridad de unas civilizaciones sobre otras, volvemos los ojos hacia el pasado, comprendemos que esas superioridades fueron siempre regionales y temporales. Regionales en cuanto, generalmente, se circunscribieron a una orden o un sector más o menos amplio y decisivo en la geografía. Temporales, porque ningún grupo humano alcanzó hasta ahora una posición que no fuese superada y vencida al cabo de más o menos tiempo por otro.
Así vemos que, de oriente a occidente, los pueblos se pasaron de mano una hegemonía que derivó de virtudes variables según los siglos, las comunicaciones o el estado social.
Así se explica, también, que algunas colectividades del Asia, débiles hoy y sometidas, como la India, a influencias colonizantes, sigan creyendo –a veces con fundamento, desde su punto de vista- en la mayor altura de su civilización. La antinomia entre la convicción orgullosa y la situación humillada no hace más que subrayar una diversidad de concepciones. Esos núcleos cultivan todavía modalidades que tuvieron virtud y se cotizaron ayer, mientras quienes los dominan concentran sus facultades en otras formas de actividad, más provechosas y eficaces en el momento en que actúan.
En este sentido y al margen de la ética, en el reino de la observación objetivamente histórica y experimental, se podría hablar con más propiedad de la actualidad de las civilizaciones que de la superioridad de ellas.
Pero en el terreno de la política internacional hay que contemplar,
antes que nada, las realidades que llamaremos ejecutivas. Las colectividades
se hallan sometidas a una prueba que tiene, aún en épocas
pacíficas, la fuerza y el alcance de la victoria militar. El
núcleo superado proclamará en vano el mayor valor de su
cultura. La batalla se dio para alcanzar la victoria, no para exponer
principios. Hay que juzgar por los resultados. Así llegamos a
alcanzar la noción humana de la palabra hegemonía que
tiene tantos sentidos como situaciones y define superioridades de valor
diferente.
Una civilización es prácticamente superior – urge reconocerlo
así, al margen de todo sentimentalismo- mientras mantienen la
independencia, la irradiación y la prosperidad de un grupo.
Resulta, en cambio, inevitablemente inferior, cuando conduce al estancamiento, la miseria, la derrota o la sujeción. De lo cual resulta, pese a los valores morales –destinados a ser puestos a prueba en otras balanzas-, que una civilización es eficaz no por su soñar, sino por su fortaleza para resistir o exteriorizarse, no por la mayor belleza o elevación sino por su solidez o dominio frente a las otras civilizaciones.
Hablando en lenguaje brutal al margen de consideraciones filosóficas y de ideas generales se impone la evidencia de que la suerte de los pueblos no depende de sus móviles sino de imposiciones históricas y finalidades materiales que en ciertos momentos se hace perentorias para él por encima de la justicia misma.
De poco sirve una tradición o una cultura presentadas como ideológicamente insuperables, si de ellas -lejos de desprenderse una vitalidad suficiente para tener en jaque las acechanzas y para perdurar cono entidad autónoma- nace la desgracia o la situación tributaria de los que la practican.
Cuando los pueblos asiáticos a que hice alusión se envanecen frente a otros pueblos de su pasado, reivindican desde el punto de vista político una jerarquía prescripta y engañosa que desmienten los hechos activos y las clasificaciones actuales. Cuando invocan sus proezas pasadas o su capacidad para el arte frente a un invento inesperado o una empresa formidable, no hacen más que vestir el sayal de las colectividades declinantes. Esto puede parecer doloroso. Pero en los resultados de la historia no importa haber sido sino ser; no se cotiza la calidad, sino la acción; no se trata de intuir mejor, sino triunfar en la pelea.
El Japón, con una cultura menos profunda en los siglos que la cultura china, logró sin perder su carácter, actualizar en un momento dado su civilización y ponerse al día, logrando tener en jaque a otras civilizaciones y negociar con ellas sobre un pie de igualdad, hasta que estalló la guerra en que ha sido dominado.
Como idea accesoria, dejamos constancia de que una vieja expresión cultural puede materializarse y pertrecharse, pero si ha sido condenada resultará vano cuanto haga para sobrevivir.
Las preeminencias ejecutivas son susceptibles de añadirse a la previa elevación cultural, marcando en cierto modo una resurrección. Puede surgir también la elevación cultural como resultado o sanción de anteriores proezas militares, políticas, comerciales, etc. Así se explica que en el esfuerzo constantemente renovado, a menudo caótico, de la evolución humana, se vean a veces sacrificados los mejores cuando no supieron adaptarse a la hora y lleguen los grupos rezagados a constituir una reserva de la futura civilización, siempre que preserven su integridad virtual.
El descubrimiento de América ofreció maravillosas oportunidades
para observar algunos fenómenos.
Los expedicionarios españoles, los navegantes portugueses, los
exploradores franceses, trajeron al Nuevo Mundo las inspiraciones meridionales,
latinas, según la clasificación corriente. Los colonos
ingleses que se instalaron, un siglo más tarde en zonas primitivamente
exploradas por aquéllos, fueron los pioneros de la inspiración
nórdica.
La evolución de estos dos núcleos transplantados en condiciones análogas, permite observar los métodos empleados y los resultados obtenidos en la tierra nueva y hasta abarcar, en conjunto, la ebullición general de las razas, dado que nuestro hemisferio fue algo así como un nuevo planeta en el cual se repitió, con movimiento acelerado, la historia de la humanidad.
Lo que caracteriza a los pueblos ágiles y en pleno vigor es el espíritu de adaptación con que renuevan sus resortes y reaccionan al contacto de un medio diferente o de sucesos inesperados, sacando de su propia esencia, y sin perder la unidad de carácter, floraciones adecuadas. Hay que reconocer que ni España, ni Inglaterra mostraron esa flexibilidad.
Ninguna de las dos se despojó de la cerrada certidumbre tradicional con que algunas naciones tratan de perpetuar sus máximas o de imponer sus métodos, sea cual sea su latitud o la atmósfera bajo la cual operan. De ello nació, pese a las variantes, un mismo descontento y un mismo separatismo en el Norte y en el Sur. No cabe duda de que ambas perdieron finalmente su imperio en el Nuevo Mundo.
Las diferencias sólo asoman después.
Si tuviésemos que juzgar comparativamente el valor de las dos fuerzas que se afrentaron en la tierra nueva, parece evidente que, en sí, por su calidad y su volumen de siglos, la mediterránea o latina era superior, aunque por ser esencialmente especulativa llevaba en su propia esencia debilidades peligrosas.
La civilización ibérica dio en los comienzos un resultado por lo menos equivalente al que dio la civilización anglosajona. Hasta un resultado mayor diríamos, puesto que, a excepción de los romanos, ningún pueblo marcó en comarcas dominadas por él, huellas tan grandiosas, ni realizó obras materiales tan perdurables como las que España dejó en Manila, La Habana, México o Cartagena de Indias.
Nada sería, pues, tan injusto como culpar a España de nuestras desilusiones actuales. Si después de la independencia, en un siglo largo de vida autónoma, Iberoamérica se dividió en múltiples repúblicas que no lograron valorizar las riquezas de su suelo, delimitar cabalmente sus fronteras, ni hacerse una idea clara de su destino, fue debido a circunstancias que no fueron siempre de orden étnico y que ha llegado el momento de puntualizar, sin que nos detenga el temor de romper con algunos de los convencionalismos que nos rodean.
La verdad cruda es que las antiguas colonias españolas no consiguieron actualizarse, ni pudieron evolucionar convenientemente porque se dejaron inmovilizar y ahogar por otras fuerzas, de las cuales nos ocuparemos a su tiempo en el curso de este rápido estudio.
Debemos los hombres del sur considerar la situación sin engaños,
sin timidez y sin miedo. Ya se ha jugado demasiado con las palabras.
Resulta pueril callar ante hechos que son visibles para todos y que
no quedan suprimidos porque finjamos ignorarlos. Con nuestra anuencia
o sin ella seguirán existiendo. Hay que encarar las evidencias
en el plano superior de los fenómenos sociales, de las posibilidades
políticas de la lógica evolución de los pueblos.
En más de cincuenta años de prédica y de acción
creo haber probado mi devoción por Iberoamérica. Ojalá
me fuese dado no contradecir a los que adormecen nuestras energías
con la adulación, a lo que creen suprimir los problemas cerrando
los ojos. Nada nos ha hecho tanto daño como la lisonja y el injustificado
engreimiento.
Cuando vamos a buscar, como quien remonta un río hasta el manantial,
el punto de partida de las situaciones actuales de los dos grupos que
se desarrollaron en el Nuevo Mundo, lo que primero nos sorprende es
la extrema facilidad con que, en un Continente y en una época
que todavía parecía pertenecer a Francia, España
y Portugal, el ínfimo grupo inicial de anglosajones aumenta en
pocos años su radio de acción y acrece sus posiciones,
sus recursos, su prestigio, mientras las vastísimas comarcas
colonizadas en América por los latinos pierden extensión,
naufragan en el desorden o pasan, gradualmente, por cesión o
conquista, a poder de los primeros.
¿A qué se debe la extraordinaria rapidez de esta suplantación?
Atribuirla a excelencias de la diplomacia o a la destreza de los gobiernos, equivale a admitir superioridades de maniobra en el grupo que sacó ventaja. Pero todo indica que existieron, además, sin duda alguna peculiaridades colectivas que, llámense orden, iniciativa, espíritu de prosecución, determinaron, dentro de las ideas que hemos esbozado al comenzar, una mayor eficacia práctica en el momento en que actuaban y para el fin que perseguían.
¿Cuáles eran desde los comienzos las necesidades urgentes
que surgían de la tierra nueva y cómo nos compusimos los
del Norte y los del Sur para llenarlas a raíz de la Independencia?
Al separarse de la Metrópoli, la imposición primera consistía
en crear, desde los cimientos, una existencia propia. Tanto el hispano
como el anglosajón habían contraído un compromiso
y estaban en el deber de dar cima al intento. Tenían que sacarse
la chaqueta y decir: “Ahora vamos a hacer una nación”.
Por una parte los campos vírgenes, las riquezas intactas, la fecundidad delirante de un Continente pródigo de todos los elementos de triunfo, por otra parte el hombre renovado y rehecho en el nuevo ambiente, favorecían el advenimiento de grandes conjuntos, superiores por la extensión y riqueza a los núcleos originarios.
Para lograrlo bastaba empezar por el principio, llenando cinco condiciones primordiales:
a) Poner la autonomía a cubierto de todas las contingencias;
b) Afianzar la unidad de cada conjunto;
c) Asegurar la convivencia armónica y el bienestar de todos los habitantes;
d) Valorizar los recursos de la región;
e) Dar nacimiento a formas y características susceptibles de acentuar en todos los órdenes la fisonomía propia de la nueva patria.
Veamos ahora como se desenvolvieron los anglosajones y latinos.
Frente a estas necesidades, que eran comunes a los dos grupos los anglosajones:
a) Previnieron, en el origen mismo de su nacimiento como nación todo peligro de intrusión extraña, llegando hasta estipular que las tropas de Lafayette se limitarían a luchar a favor de la independencia, sin intentar reconquistar el Canadá que Francia acababa de perder por aquel tiempo. Para afirmar mejor este propósito, redondearon, a medida que se robustecieron, sus fronteras, con criterio a la vez comercial y estratégico, aprovechando las oportunidades que ofrecían las querellas de los demás, o la situación del mundo y emplearon siempre el procedimiento adecuado a las circunstancias: adquisición, captación, conquista, etc. Así agrandaron en el curso de pocos años el primitivo número con la Luisiana francesa, la Florida española, la California mexicana, la Alaska rusa, obedeciendo a un método implacable y a una vasta concepción del futuro que debía completarse en los últimos tiempos, pasando de la defensiva a la ofensiva, con las desmembración de México, el predominio sobre el mar Caribe y la posesión del canal de Panamá que abre una irradiación fascinante hacia el sur.
b) Ahogaron desde los comienzos todo intento de segregación, acabando (como sanción), de una manera inapelable, con la tentativa separatista de 1861 y respetando (como medida preventiva) el sentimiento de cada uno de los estados (constituciones divergentes, leyes contradictorias, etcétera), para evitar el centralismo y mantener a todos sin violencia dentro de la orquestación superior.
c) Adoptaron formas de vida que ofrecían a todos los ciudadanos iguales posibilidades de desarrollo y ascensión, aboliendo en la realidad, no en el papel, los privilegios. Con excepción del núcleo africano –que fue mantenido al principio en la esclavitud y que aún después de la abolición se halla al margen de la colectividad principal, constituyendo, como se ha repetido tantas veces, uno de los problemas más arduos que los Estados Unidos tendrán que resolver algún día – todos los componentes de la nueva nación hallaron un punto de partida equivalente. Hasta el capitalismo abrió sus mallas para que pasaran cuantos se sentían capaces de un esfuerzo. Sin preocupación de origen o de casta, sin latifundios abusivos, todos los hombres pudieron aspirar a las situaciones más altas en el gobierno, en las finanzas, en la influencia social, creando un cuerpo nacional por el cual circuló la sangre ampliamente.
El fenómeno de la hegemonía plutocrática, que se produjo en las postrimerías del siglo XIX parece falsear la primitiva dirección, pero nada tiene de común con las oligarquías de Iberoamérica, puesto que no está basado en el bien que se hereda, sino en el que se adquiere. Con todos sus defectos, ha constituido en un momento dado, una fuerza creadora. A esto cabe añadir que en el orden espiritual renunciaron los Estados Unidos a las estériles luchas confesionales, imponiendo la tolerancia entre las diversas interpretaciones deistas y haciendo de la religión un simple problema individual.
d) Emprendieron la tarea de valorizar los recursos del suelo y subsuelo que habitaban creando la prosperidad colectiva, de acuerdo con planes o métodos científicos, sin enajenar nunca la riqueza a otro país. La Metrópoli, como ocurre siempre, había implantado un sistema de succión o de simple extracción de materias primas fácilmente negociables. Al trocarse la colonia en nación, los engranajes debían cambiar naturalmente, transformando la organización en favor de los de afuera en una organización a favor de los de adentro e implantando, con la autonomía económica, la movilización de las fuerzas de la nación por los nacionales mismos.
Ningún pueblo realizó esta metamorfosis con tanta rapidez como los Estados Unidos. En pocos años la colectividad se colocó en condiciones de verdadera independencia para irradiar después con sus productos y su prosperidad comercial sobre los mismos que antes fueron mentores y proveedores. Bastó medio siglo para que la antigua colonia se transformase en una nueva Metrópoli, apta para superdirigir a su vez con ayuda de procedimientos simplificados que colocaron bajo su dependencia en determinados planos a la misma Europa.
e) Dio nacimiento a las características que debían prestar en todos los órdenes una fisonomía propia al nuevo conjunto, negándose a imitar o a transponer, creando realmente.
Tal fue, en rápida síntesis, la actitud de los anglosajones en el Norte.
Frente a los mismos imperativos veamos ahora, en contraposición, la tarea desarrollada y los resultados obtenidos por los iberoamericanos en el Sur:
a) Bolivar y San Martín repitieron hasta la muerte, como axioma, que los hispanos disgregados del tronco inicial debían preservar ante todo su unidad. Pero tras ellos vinieron hombres de visión exigua que abandonaron gradualmente el sentimiento de autodefensa. Iberoamérica se trizó en veinte nacionalidades. No hubo previsión, ni resguardo. Todo se esperó de la casualidad, de una abstracción de derechos. Ninguno de los estados en que se subdividió el bloque primitivo tuvo en vista los peligros y las acechanzas del mundo. Ninguno se preocupó por hacerse invulnerable. Sólo se prepararon fragmentariamente para defenderse de los hermanos vecinos, es decir, de los núcleos del mismo origen, erigidos arbitrariamente en potencias rivales.
b) Lejos de tender a la unión, el primitivo conjunto iberoamericano subdividido en una veintena de estados, levantó aduanas y hasta inventó pleitos fronterizos, con el inevitable cortejo de guerras y arbitrajes, más peligrosos a veces estos últimos que las primeras. El regionalismo, signo siempre de crisis o debilidad, se impuso de tal suerte que cada grupo se obstinó en fabricarse una historia aparte, a menudo en abierta contradicción con la del vecino, aunque, en conjunto, inevitablemente, tenía que ser la misma. Los sentimientos pequeños disgregaron el bloque primitivo y el mal fue tan hondo que sólo alcanzamos hoy a abarcar su magnitud valiéndonos de una suposición en otro campo. Si en la América anglosajona el estado de Massachussets se hubiera separado del de New Hampshire, si se hubiera tendido un cerco aduanero alrededor de Connecticut y si Pennsylvania o New Jersey prolongasen estériles pleitos fronterizos, manteniendo un cuerpo diplomático encargado de desacreditarse mutuamente, cabe presumir que los Estado Unidos no tendrían en el mundo el prestigio de que disfrutan hoy.
c) Falseando la letra y el espíritu de las constituciones que se habían dado y suscitando un nuevo debilitamiento, cada entidad mantuvo en servidumbre al indígena. Los caracteres de la colonización en el sur y en el norte fueron diferentes. (En el capítulo III al hablar del material humano, abordaremos con criterio realista el asunto). Sus consecuencias tenían que ser encaradas en forma distinta. No es posible participar de dos criterios en el curso de una misma trayectoria social. Además, se imponía el número. Si consideramos globalmente a Iberoamérica, nos encontramos con que el 70% de sus habitantes es esencial o parcialmente indígena. Sin en las antiguas colonias inglesas los aborígenes fueron exterminados, en las colonias españolas donde esos aborígenes habían alcanzado, por otra parte (en ciertos centros, por los menos), altos estados de evolución, el conquistador convivió con ellos. La diferencia en los antecedentes imponía una diferencia en las actitudes. A los que se alejaban de la metrópoli no les quedaba más remedio que elevar y aceptar al indígena dentro de la nueva nación. Por otra parte, la independencia nació del esfuerzo concordante de criollos de sangre blanca y de sangre mezclada. Cada grupo dio hombres que contribuyeron a alcanzar el resultado, volcándose todos, podríamos decir, dentro de la caldera en que hervía la futura nacionalidad. Otra causa se opuso también a la unidad del conjunto. Empapados los dirigentes en ideas conservadoras que les llevaron un momento a intentar la creación de monarquías o de imperios, favorecieron, hasta dentro de la minoría blanca dominante, el nacimiento de grupos privilegiados, mitad aristocráticos, mitad plutocráticos. Doble error que avivó el descontento, la inseguridad y la indisciplina.
d) En vez de enaltecer el trabajo, la iniciativa, el fecundo esfuerzo susceptible de dar prosperidad a la tierra nueva, se afianzó el prejuicio de que sólo se mantenía la dignidad con los títulos universitarios, el uniforme militar o las tareas de gobierno. Así resultó la independencia en cierto modo teórica. Del colonialismo político pasamos al colonialismo económico. Se aceptó como cosa natural que las riquezas -nacionales in nomine- fuese explotadas y fiscalizadas por organismos ajenos a nuestro conjunto. Mientras la clase dirigente se dedicaba, en las ciudades, a torneos vanidosos las empresas extranjeras se apoderaron de los tesoros del suelo y subsuelo. Iberoamérica se dejó adormecer sin percatarse de que pedir dinero prestado es una cosa y otra entregar las fuentes vitales del país. El expediente episódico que pudo ser, en rigor, una etapa, se convirtió en abdicación permanente.
e) No logramos crear formas de vida adecuadas a la nueva situación. Urgía empezar por hacer ciudadanos útiles. El ideal del pueblo no podía residir en alimentarse con los dones de la naturaleza o en retirarse de un empleo con jubilación mezquina. El ideal del rico no debió limitarse a cobrar un tanto por ciento sobre el capital estancado o a especular con el latifundio valorizado por el ferrocarril extranjero. Como la mentalidad de la colonia no fue sobrepasada, no surgió una nueva concepción del esfuerzo y la responsabilidad.
Nos vemos, pues, en la necesidad de admitir que las colonias españolas, al emanciparse, no defendieron su autonomía, ni afianzaron la armonía interior, ni valorizaron sus recursos, ni alcanzaron consciencia del papel que les tocaba desempeñar. Se entorpeció, por encima de todo, la capacidad de crear. Pese a la independencia aparente, toda iniciativa y todo esfuerzo, siguió ajustándose a fórmulas importadas. Cuanto vivificó la tierra nueva continuó siendo accionado desde lejos. Cada empresa próspera dejó sus beneficios fuera de la colectividad. No se hizo sentir uno de esos movimientos unánimes que renuevan el espíritu y le permiten adueñarse de lo que le rodea.
Ferrocarriles, minas, tranvías, teléfonos, petróleo, cuanto debió ser nuestro, cayó en poder de empresas de otro país. Los productos naturales fueron acaparados y vendidos por sindicatos extraños que se quedaron con le mejor beneficio. La tierra misma empezó a ser en algunas regiones propiedad de formidables consorcios que obtuvieron concesiones exorbitantes. Y aún en los grandes centros, donde la vida adquirió ritmo acelerado y progresista, los resortes esenciales quedaron en poder del extranjero. Hasta llegar a la situación actual, en que cada vez que descolgamos un receptor, subimos a un tranvía o encendemos una luz, dejamos caer una moneda en fabulosos rascacielos distantes.
El nativo no hizo la patria. La dejó hacer por otros. Pero expió su desidia, porque la patria, hecha por otros, se le escapó de entre las manos.
A esta desventaja se añadió la disminución territorial que desde los comienzos sufrió el conjunto iberoamericano (dos terceras partes de México, Panamá, etc.); y más que la disminución territorial, el encogimiento que llevó a nuestros estados a convertirse en turiferarios de los intereses de Norte América, cuya palabra de orden fue corada por las cancillerías del Sur, sin más reserva que la indispensable para obedecer en ciertos casos las sugestiones del imperialismo inglés, aliado y rival, al mismo tiempo del otro.
Caro está que no era tarea fácil fundar naciones y darles en un siglo consistencia y derrotero. Pero si los anglosajones lo lograron en la zona en que se desarrollaban ¿por qué no pudimos conseguirlo nosotros?
A causa de la herencia española, declaman algunos.
La frase disminuye a quien la emplea porque rehuye la responsabilidad, arrojándola sobre los muertos y porque acusa un derrotismo histórico sin justificación.
No cabe duda de que la fuerza y el prestigio de España, sin rival en otras épocas, sufrió en siglos recientes un crepúsculo. Pero para tener idea del carácter de ese crepúsculo y para definir, a la vez, el origen de nuestros males, basta preguntarnos quiénes sacaron, en ambos casos, ventaja en la disminución de éstos y aquéllos.
La hegemonía mundial de Inglaterra sólo fue posible después de acabar con la hegemonía de Francia y con la hegemonía de España. La victoria de Trafalgar (1805) anunció en Europa la acción decisiva de Waterloo (1815), entregando los mares a la denominación de Inglaterra u marcando el desmoronamiento del Imperio Español. Desde la columna que se levanta en una plaza central de Londres, Nelson parece estar contemplando, más que un naufragio de flotas, un hundimiento de nacionalidades.
Bien sé que España fue víctima, en buena parte de la vanidad. No de la vanidad que engendra el esfuerzo constante de superación, sino de la vanidad que evoca con demasiada complacencia el pasado y de antemano se recrea en lo que imagina poder realizar, sin esfuerzo, por la sola virtud del prestigio acumulado.
Así se dejó sorprender por una brusca actividad industrial que triunfó fácilmente sobre los valores contemplativos. Pero hay que recordar también que Inglaterra trabajó sin descanso – y hábilmente, no cabe disimularlo- para determinar la desintegración de las fuerzas que obstaculizaban y equilibraban su ansiada dominación.
Tendiendo a ese fin se sirvió de la política interna de las naciones rivales para distraer la atención y provocar el estancamiento favorable a sus propósitos. Aranda, el único hombre de estado perspicaz que tuvo España fue desoído. Mientras Inglaterra utilizaba a España contra Napoleón, la despojaba en América. Los planes metódicos fueron perseguidos por encima de las inevitables mudanzas del personal dirigente.
Pero si España llegó a hallarse por esta causa abatida o enferma, los componentes continuaron indemnes. No flaqueó la raza, sino la organización del Estado. Por otra parte, no hubo superioridades, ni inferioridades. Hubo diferencia de interpretación. Unos situaban el objetivo en el reino material, otros lo hacían residir en fórmulas espirituales. Los valores se equilibran en el contenido, aunque no en la actualidad o en la oportunidad de su empleo. Nada invalida hoy mismo a los hispanos para practicar las actividades que dieron la primacía a los anglosajones, porque, insistimos, el desnivel no atestigua una inferioridad de la mente, sino un error en la especialización del esfuerzo mental.
No hay, por otra parte, indicio de una inferioridad intrínseca del español. Individualmente ha conservado la eficacia social de los mejores tiempos. La prueba está al alcance de todos en nuestras repúblicas, donde se multiplica la aventura del que llega sin un céntimo, crea empresas que redundan en beneficio de la colectividad y se improvisa en pocos años una fortuna. Lejos de resultar el español menos apto que los hombres de otros países para prosperar, pertenece a la categoría de los que al ser transplantados acrecen su vigor.
En cuanto a la eficiencia colonizadora, los españoles dejaron en el sur una civilización que, en conjunto, podía ser equiparada a la que en 1776 dejaron los anglosajones en el norte. No cabe extender hasta el pasado las situaciones actuales, ni admitir que los Estados Unidos existieron siempre en la forma de hoy. La colonización no los creó. Los Estados Unidos se hicieron después de la colonización. Para entrar bien en la realidad, recordemos que, hoy mismo, si Inglaterra abandonase a Jamaica, hallaríamos en esa isla un estado marcadamente inferior al que existía en 1898 en Cuba cuando esta se separó de España.
Claro está que después vino la caída.
Despojada de su preeminencia en Europa, y de su imperio colonial, España no supo hacer la reacción que exigía el momento y fue gradualmente declinando hasta perder en Filipinas y en Cuba los últimos restos de su grandeza. Después vino el abandono de la influencia espiritual que lógicamente debió seguir ejerciendo sobre las repúblicas nacidas de su sangre. Y hoy vemos, en el momento más trágico de la humanidad, que está ausente de América. La pérdida del dominio político y económico se ha completado con la pérdida de su resplandor.
Ya no se celebra el 12 de octubre, sino el 14 de abril. La producción literaria de Iberoamérica se juzga y se premia en New York. Hasta empiezan a llegar misioneros católicos que hablan inglés y proceden de Estados Unidos. Todos los caminos del Continente de habla hispana parecen conducir hasta Washington… Porque si Inglaterra se fortaleció en detrimento de España, los Estados Unidos han venido después a fortalecerse en detrimento de Inglaterra, completando, al agravar nuestro sacrificio, la evolución inevitable dentro de su propia raza.
Inglaterra trató de aprovechar su hora. Cuando perdió sus colonias del Norte, buscó una revancha en el Sur. Primero intentó desembarcar en el Río de la Plata en 1806 y 1807. Después apoyó el separatismo de las colonias españolas, deseosas de substituir a la antigua Metrópoli, por lo menos desde el punto de vista comercial.
El origen de nuestra emancipación no hay que buscarlo, pese a los textos, en las dificultades de la monarquía española, batida por Napoleón, sino en el instinto de desquite de un perdedor que trata de compensar sus reveses ganando nuevas factorías.
Desde tiempos remotos los estados vencidos trataron de amenguar su derrota
a expensas de otros más débiles. Es el recurso tradicional.
No hemos de alargar con citas inútiles esta rápida ojeada
sobre la situación del Continente. La Francia derrotada de 1870
busca compensaciones en Madagascar. España despojada en Cuba
y Filipinas trata de rehacerse en Marruecos. Hasta en Iberoamérica,
el Perú, arrollado por Chile, reacciona en detrimento de repúblicas
vecinas.
La ética tiene poco que ver, ya lo hemos dicho, con la política
internacional. Inglaterra obedecía a una ley de la historia.
Los teóricos de nuestra emancipación aprovecharon la oportunidad,
de acuerdo también con una ley histórica, al buscar apoyo
para su causa en el interés de una nación fuerte. Cuantas
naciones o partidos quisieron cambiar de situación obraron en
todos lo tiempos en forma idéntica. El comunismo no hubiera triunfado
en Rusia, sin la necesidad que Alemania tuvo en 1917 de acabar con el
zarismo. La independencia o el eclipse de Polonia ha dependido durante
siglos de lo que convenía a potencias preeminentes. Tanto Inglaterra
como los hombres de nuestra emancipación se limitaron, pues,
a hacer el juego de rigor. Lo único que sorprende es que los
que encabezaron el movimiento separatista iberoamericano no tomasen
las precauciones que tomaron los Estados Unidos, ayudados, en condiciones
análogas, por Francia. Al desatender esta precaución,
nuestro movimiento cobró un carácter esencialmente verbal,
preceptivo y hasta ingenuo, puesto que olvidó realidades económicas
que otros más sagaces no dejaron de aprovechar.
En medio de esta brega alrededor de posibilidades futuras que Inglaterra trataba de captar para resarcirse de la pérdida de sus colonias de Norte, apareció, como factor nuevo, el crecimiento inesperado de los Estados Unidos.
Los treinta años de ventaja en la independencia que nos llevan les permitieron asistir con discernimiento y cálculo al balbuceo de las naciones del Sur. Así se opusieron a que Bolívar llevase la independencia hasta las Antillas y así favorecieron entre nosotros el desmigajamiento que ellos evitaron, no sólo al constituirse, sino más tarde, al estallar la guerra de secesión. La ley eterna de todo conjunto que acecha o teme a otro es hacer lo posible para fraccionarlo. Así facilita su acción. Hay también de esta sutileza millares de ejemplos en la historia y sería cano recordarlos.
Podemos ir descifrando de esta suerte, a través de rápidas evocaciones las causas de la desigualdad en la evolución para llegar hasta el hueso de lo que aspiramos a definir.
Las antiguas colonias españolas surgieron a la vida cercadas por dos acechanzas contra las cuales no supieron precaverse. La acechanza de Inglaterra en los comienzos; y enseguida, la presión de los Estados Unidos, que desalojó gradualmente a la primera en beneficio propio.
Como consecuencia lógica, los trece estados, con una extensión de un millón de kilómetros cuadrados que constituyeron el primer núcleo de las colonias inglesas emancipadas, quintuplicaron, y más que quintuplicaron, su territorio, extendiéndolo desde el Atlántico hasta el Pacífico para ejercer acción preeminente por el Caribe hasta más allá del Ecuador. Como consecuencia igualmente inevitable Inglaterra se sintió empujada hacia el extremo sur, donde apoyada en las Malvinas, consiguió seguir ejerciendo la irradiación excluyente que frenó o supervigiló el desarrollo de esas zonas, hasta que se produjo la revolución de 1943 y dio Perón a la Argentina nueva vida.
Los dos colosos –rivales a ratos, pero en último resorte solidarios, pesaron así sobre Iberoamérica, cuyo error capital consistió en olvidar la existencia milenaria del imperialismo y en desconocer las condiciones modernas del mundo, que existían nuevas formas de pensamiento y acción. Esos errores nos impidieron colocarnos desde el primer momento –extensión y profundidad- dentro de la realidad de Continente y dentro del momento porque atravesaba la evolución humana.
Las antiguas colonias ibéricas reinaban al iniciar su vida sobre territorios treinta y cinco veces más vastos que los Estados Unidos. Al cabo de siglo y medio vemos que los Estados Unidos ejercen hoy dominio real o virtual sobre la mitad del Continente. De la comprobación tiene que surgir la tendencia hacia lo que llamaremos un revisionismo de las equivocadas concepciones Iberoamericanas, mantenidas y cultivadas para adormecernos por los mismos que sacan ventaja de ellas. Conviene recapacitar sobre las expresiones externas de la civilización originaria, sobrecargada de ideas muertas que alcanzan aplicación dentro de la atmósfera actual, porque se hallan desprovistas de articulaciones ágiles para afrontar los nuevos aspectos del mundo y sobre los errores categóricos de nuestra política internacional.
Los pueblos no pueden vivir de rentas. Para elevarse resulta hoy, más eficaz el arado o la fábrica que las especulaciones verbales o los discursos. Estos no suelen ser, después de todo, en muchos casos, más que pretextos para seguir dormitando en la ilusión enfermiza del milagro que falseará las leyes sancionadas por la experiencia.
He creído siempre que debemos tener los ojos puestos en la Europa latina, en el sentido superior de recordar a nuestras repúblicas dispersas, el punto de partida común, la tradición que las acerca entre sí, la espina dorsal alrededor de la cuál puede formarse el organismo nuevo. Pero nunca pensé que debemos identificarnos con el pasado y evolucionar a su sombra. Nuestra aspiración debe llevarnos a rehacer, con las raíces que nos atan a orígenes que respetamos, una vitalidad renovada en las fuentes de la propia energía, como los Estados Unidos magnificaron la civilización heredada de Inglaterra.
Aún es tiempo, pese a los vaticinios pesimistas. Los conjuntos humanos no mueren bruscamente, se desmoronan por disgregaciones sucesivas. Aunque algunas regiones de Iberoamérica parezcan declinar, pueden resurgir mañana y rehabilitarse. Cuando me pregunta si los americolatinos de ciertas zonas comprometidas deben inclinarse, contesto negativamente y para ampliar los términos de la cuestión, abarcándola en sus desarrollos, formulo a mi vez, otra pregunta:-¿Les convendría a los Estados Unidos mismos ese abandono? ¿Se sienten dispuestos a abrir las esclusas de su propia vitalidad para derramarse sobre territorios más dilatados que los que ocasionaron la muerte de los grandes imperios de la Historia?
La misma captación unilateral, basada en privilegios comerciales, que representa la manera más perfeccionada del colonialismo, implica, a la larga, desangramientos tanto más importantes cuanto más amplio es el radio en que se ejerce la acción. Resulta dudoso que un pueblo pueda sacar todo de otro durante mucho tiempo sin dejarle nada. Por disciplinados y estrictos que sena los procedimientos, siempre hay un desgaste que resta fuerza. El organismo conquistador se desvirtúa, y decae en proporción a la distancia que le separa de sus bases. Esta ha sido en todas las épocas la causa que determinó la caída de los núcleos dominantes, interiorizados por civilizaciones tributarias o sorprendidos por sublevaciones de esclavos.
Todo renunciamiento nuestro contribuiría –si enfocamos otro aspecto- a cubrir con pintura una realidad que reaparecerá tarde o temprano y que irá modificando subterráneamente hasta el color de esa misma pintura. No hay fuerza en el mundo capaz de transformar hasta la raíz en tan vastos territorios la mentalidad y el carácter de cien millones de hombres. Todo intento en ese sentido equivaldría a erizar el porvenir de Irlanda y de Egipto. Los romanos adoptaban los dioses de los pueblos dominados, pero esa era una concesión aparente. Como no dejaban que esos pueblos se desarrollasen según su esencia y su composición, como los desnaturalizaban en vez de convertirlos en aliados por los intereses y por el afecto, no hacían más que acumular en torno vastas extensiones inasimilables y secretamente hostiles. Porque en la vida de las naciones, como en el cuerpo humano, además del organismo físico, hay que tener en cuenta la fuerza espiritual, el soplo que da carácter y sitúa en la historia, el alma con la cual no es posible dejar de contar. Nunca nos entenderíamos, porque somos diferentes.
Además, de tiempo en tiempo asoman inesperadas contingencias internacionales, a favor de las cuales se renuevan los horizontes. Las naciones más poderosas están sujetas a peligros bruscos, susceptibles de de disminuir la irradiación de su poder o a éxitos decisivos que aumenten sus responsabilidades en el mundo y desvían su radio de acción.
El resultado de las últimas guerras significa una total renovación del mapa político, una desmembración de imperios tradicionales, una gradación diferente de las preeminencias históricas. Está dentro de lo posible que nuestra América, al anuncio de otro cataclismo, crea oportuno desligarse de las presiones que la agobian o que los que ejercen estas presiones se encuentren obligados para congraciarse con ella a favorecer su elevación. En los grandes tumultos de la humanidad unos núcleos naufragan y otros resurgen. Conviene familiarizarse con los defectos y las cualidades nuestras, y con los puntos fuertes y los puntos vulnerables ajenos para encarar resueltamente el porvenir en el ring trágico de las posibles victorias o derrotas en los siglos.
Estas últimas derivan casi siempre, más que de la composición étnica o de la evolución social, de la apreciación inexacta del propio esfuerzo o de la inmovilidad perezosa que aplazar las inevitables renovaciones.
Hay pueblos adormecidos, civilizaciones drogadas por los traficantes de opio de la política internacional. Pero a favor de los acontecimientos esas civilizaciones pueden despertar, obedeciendo a la necesidad de sostener la superioridad espiritual con una superioridad efectiva.
Con ayuda de interpretaciones capciosas y de maniobras hábiles, los imperialismos consiguieron adormecer o desviar hasta hoy la consciencia de Iberoamérica.
En el orden de los antecedentes se escandalizaron de la crueldad española durante la conquista (siendo así que debió ser mayor la de ellos, dado que en el Sur existen setenta millones de indígenas y en el Norte se han extinguido), cantaron en coro la decadencia latina y hasta inspiraron la desatinada lamentación: “¡ si nos hubieran conquistado los ingleses!”
Y en el orden de la organización económica, pusieron trabas al desarrollo normal de nuestra ingenuidad para imponernos el vasallaje de empréstitos que nos roen.
Favoreciendo la difusión de cuanto ellos rechazaban como nocivo, nos convirtieron además en campo de experiencia para inducciones disolventes, como lo prueba el hecho de que el socialismo politiquero (no el comunismo, que es constructor) tuvo representación importante en los parlamentos del Sur, pero no en Washington.
Ha llegado el momento de recapacitar. Hasta ahora hemos hecho lo que convenía a extraños. Hemos sido lo que otros querían. Empecemos a ser y a pensar de acuerdo a nuestras necesidades. Este libro aspira a servir de modesta contribución para estudiar, con ayuda de los antecedentes, lo que conviene a nuestro estado. Razonemos al margen de todo lirismo. Al margen de todo apasionamiento. Al margen de la misma guerra reciente y de la que asoma. Sólo debe preocuparnos el destino de nuestra América. Es evidente que los anglosajones hicieron lo que convenía para la prosperidad de su conjunto, y desde su punto de vista procedieron lógicamente. Pero salta a los ojos también que nosotros, desde nuestro punto de vista Iberoamericano, no hemos intentado hasta ahora nada de lo que se imponía para contrarrestar esa acción. El momento ha llegado. No hay que dejarlo pasar. Las páginas que siguen no son más que un modesto silabario para deletrear hechos y buscar soluciones.
Empecemos por familiarizarnos con los engranajes del imperialismo, cuya
esencia conviene definir.