El Forjista
Jauretche contó su infancia en el libro “Pantalones Cortos. De memoria” cuya primera edición apareció en 1972, éste tal vez sea su trabajo menos politizado, aún cuando, nunca dejó pasar oportunidad para dar a conocer sus convicciones políticas.
En ese libro queda evidenciado su amor por el terruño, pero fundamentalmente por su gente, apelando constantemente al sentido del humor lo que hace de su lectura una actividad muy entretenida. En dicho trabajo apeló a una gran cantidad de anécdotas y desplegó un desfile de personajes, evidenciando ese ojo avizor que le permitía profundizar en la realidad del país.
En esa infancia de barriletes, carnavales con juegos de agua y fogatas de San Juan y San Pedro, trasunta calidez en esos recuerdos plagados de momentos alegres que merecen ser recuperados de la memoria: “¡Feliz edad, pero también felices tiempos aquellos que con tan poco nos parecía tener tanto!”.
Contrastaba aquella época en que divertirse parecía estar al alcance de la mano y no había necesitad de incurrir en demasiados gastos, con tiempos posteriores donde el dinero era indispensable para la diversión infantil.
Costumbres y vocabulario que fueron cambiando, cuando a las películas se les llamaba “vistas” y al cine, “biógrafo”, cuando los niños tenían sabañones en invierno, y en los pueblos uno de los entretenimientos principales consistía en dar “la vuelta del perro” en el espacio que ocupaban la plaza y la calle principal.
Arturo Jauretche nació en Lincoln, pueblo de la provincia de Buenos Aires ubicado a 350 km de la Capital Federal, el 13 de noviembre de 1901. Oficialmente Lincoln existía desde 1865 momento en que hasta allí llegaba la frontera con el indio. Jauretche desconfiaba de la fecha de fundación porque ese fue el año del decreto de su creación pero era muy posible que en ese momento ya hubiera pobladores ahí instalados.
Jauretche y sus paisanos estaban orgullosos del pueblo, que fue uno de los primeros en tener agua potable, incluso antes que algunos con mayor cantidad de habitantes, gracias a ello no padeció de la fiebre tifoidea que castigó duramente a otros poblados. También fue uno de los primeros a los que llegó la luz eléctrica.
Descendiente de inmigrantes, el abuelo paterno era vasco francés que al llegar al país se estableció en la zona de Zarate pero que luego se trasladó a Arrecifes, donde nació su segundo hijo que sería el padre de Arturo.
El bisabuelo por la rama materna Luis Laurens y su esposa Adela Besenzette llegaron a América desde Francia, y poblaron el desierto en la década de 1870. Primero anduvieron por Brasil donde nació su abuela Josefina, y luego viajaron a Argentina donde se instalaron a unas 6 o 7 leguas de Junín. Uno de los hijos de este matrimonio fue tomado prisionero por una partida de indios ranqueles a la edad de 11 años que lo tuvieron cautivo por un tiempo. Hasta que la familia se enteró por un diario que el cónsul argentino en Anguil, Chile, informó que había sido rescatado un joven, el retorno del cautivo a Junín fue celebrado con una gran fiesta, había permanecido 11 años en manos de los indios.
También era inmigrante el abuelo materno José Vidaguern, vasco español, que se casó con su abuela Josefina en Lincoln, donde nació la madre de Jauretche, era muy chica cuando se trasladaron a Chaco primero y a Misiones después.
Jauretche cuenta que adquirió en el ambiente campestre algunas costumbres que luego le fueron difíciles de continuar cuando se trasladó a Buenos Aires. Así es como relata que su gusto por la leche le trajo algunas incomodidades en la ciudad, porque no era bien visto que un varón la consumiera en un bar, por esos años había lecherías en Buenos Aires como La Martona, locales a donde ingresaba a escondidas y se ubicaba en el lugar más alejado de la puerta de entrada para beberse un vaso de leche, confesaba que en edad avanzada había podido superar ese complejo para declarar sin prejuicios que “ahora la bebo con total descaro”.
Aquellos que conocieron a Jauretche nos informan que no era una persona que dejara trasuntar sus sentimientos, en “Pantalones cortos” él mismo nos dice que en los pueblos no era habitual ver a las parejas, ni siquiera los matrimonios, besarse en público, la exhibición era algo indecoroso, el amor podía considerarse una debilidad particularmente en los varones, lo mejor era ocultarlo. Jauretche nunca vio a su padre besar a su madre aún cuando la quería profundamente, tampoco besaba demasiado a sus hijos, mostrar los afectos implicaba flojera, tampoco los felicitaba por los éxitos escolares, cuando Arturo traía una buena nota su padre bromeaba que era “porque estaba acomodado con la maestra”.
En esa sociedad primaba la idea del ahorro por sobre el consumo como ocurrió después, uno de sus recuerdos fue cuando le regalaron una pelota de futbol, uno de los acontecimientos más importantes en la vida de un niño argentino, ese regalo posibilitaba que pudiera formar un equipo donde jugó por dos años. Según él, ese tiempo fue el que necesitaron los otros integrantes del equipo para ahorrar el dinero necesario que le permitiera comprar otra pelota y de esa manera poder excluirlo a Jauretche del equipo, que al parecer no era muy hábil para ese deporte.
Junto a la pelota, Arturo también recibió de regalo todo el equipo completo que consistía en camiseta, pantalón, medias, botines y canillera; cuando un amigo lo vio así vestido por primera vez le dijo “Sos un Gatichavez” en referencia a la mayor tienda que existía en Buenos Aires y que era lo más parecido a los actuales shoppings, esa expresión era una de las más utilizadas para aquellos que sólo tenían la pinta para jugar al futbol pero que carecían de las condiciones.
Muchos de esos recuerdos intentaban mostrar las diferencias entre los tiempos de su niñez y lo que ocurría en esa década del 70 en que escribió el libro, por ejemplo decía que la búsqueda del confort no era uno de los objetivos, más bien se lo evitaba, se consideraba que en exceso no hacía más que “ablandar” a la persona.
Jauretche admiró a esa sociedad linqueña que le tocó vivir en su niñez, en líneas generales la consideró bastante democrática e igualitaria, pero su perspicacia le permitió descubrir que para las mujeres la situación era bastante diferente, se establecía una clara diferenciación entre las “señoras y señoritas” que vivían en la ciudad y aquellas mujeres de los ranchos, la condición social agravaba considerablemente la situación de la mujer.
Educado “a la antigua” Jauretche era machista como la mayoría de los hombres por aquellos años, no obstante su lucidez le permitió detectar esa discriminación que afectaba a las mujeres. “La mujer tenía una situación de inferioridad que los chicos percibíamos, como si ella fuera el punto vulnerable de las familias”. Como así también la doble moral de los hombres que diferenciaban a la madre, la hermana y la novia del resto de las mujeres, al punto “que venían a constituir así una especie de sexo aparte nimbado de virginidad, de una pureza que lo hacía intocable”.
La mujer era educada para el casamiento no lograrlo significaba un fracaso que se consumaba con el mote de “solterona”, dice Jauretche sobre ellas: “Pobres mujeres víctimas de esa pequeña y reiterada crueldad del chiste fácil que suscitaban; se iban agriando con una irritabilidad que crecía con el tiempo como si quisieran esconder bajo ella todos los tesoros de ternura yacentes y sin destino”. “La soltería de la mujer podía convertirse en una desgracia de familia; la cuestión se agravaba donde había varias ‘chancletas’, (y no sólo por el vestuario y alimentación, en una época en que la mujer no aportaba en general recursos al hogar)”.
Cada vez que pudo rindió homenaje a los maestros y maestras de las escuela pública aún cuando tuviera profundas diferencias por los contenidos sarmientinos de la enseñanza, pero nunca dejó de reconocer el sentido igualador de esa Educación aún en contra de las intenciones de sus promotores. Así lo explicaba: “Mi desacuerdo con la orientación de la enseñanza normalista no importa desmerecer la tarea que sus graduados cumplieron y cumplen en la construcción del país. Quiera Dios siga la formación de maestros con el mismo espíritu apostólico pero sin la deformación intelectual que malogra gran parte de su obra”.
Sin embargo nunca dejó de señalar esa predilección de la educación hacia lo extranjero relegando los conocimientos de la cultura nacional, por eso señaló que: “El pueblo en que nací, en el oeste de Buenos Aires, era treinta años antes territorio ranquelino, pero la escuela a la que concurrí ignoraba oficialmente a los ranqueles. Debo a Búffalo Bill y a las primeras películas de cow-boys mi primera noticia de los indios americanos. ¡Esos eran indios!, y no esos ranqueles indignos de la enseñanza normalista”.
Jauretche nunca hizo gala de erudición sin embargo desde chico fue un apasionado por la lectura, Shakespeare o Moliere nunca llegaron a conmoverlo, pero sí se apasionó con el Quijote y la novela picaresca española. Devoró a Pérez Galdós, y también accedió a Unamuno, Valle Inclán, Baroja y Azorín. Durante su juventud no faltaron Emilio Salgari, Conan Doyle, Mark Twain y Dickens.
En “Pantalones cortos” también puede apreciarse una tendencia que luego lo distinguirá a lo largo de su vida, y es su costumbre a tomar partido por los más necesitados. En la escuela conoció a algunos niños que vivían y trabajaban en el campo y de los cuales aprendió muchas de las cosas que en las escuelas no se aprenden, como el arte del lazo, la caza y la destreza con el caballo. También quedaba fascinado con lo que aprendía en su compañía sobre los bichos, los pájaros y las plantas. Algunos de sus compañeros llegaban a la escuela luego de haber realizado tareas en el campo desde la madrugada.
A la iglesia fue sólo lo necesario para tomar la primera comunión, nos decía que en su pueblo no había un fanatismo religioso, que podían convivir sin problemas creyentes, masones y ateos; que el concejal socialista no tenía inconvenientes en tomar mate con el cura. Su abuela materna era quién pugnaba porque la familia mantuviera sus principios religiosos, ante la resistencia silenciosa de su padre que hacía lo posible por postergar lo más que pudiera los bautismos y comuniones, eso no ocurrió con Arturo por haber sido el primero.
Confesó su debilidad por jugueterías y ferreterías, sobre las primeras explicaba que: “Yo soy ese individuo que usted ha visto embobado frente a alguna. ¿O a lo mejor es usted mismo? Porque estoy descubriendo que ésta es una debilidad de adultos más que de niños, sobre todo si se trata de mecanos, complicados trenes, automóviles o cohetes interespaciales; estos juguetes que incitan primero a agacharse, e intervenir en su manejo prudente, asesorando, para terminar echando a los chicos para que no molesten: La verdad es que los chicos para jugar prefieren su propia imaginación a la de los fabricantes de juguetes”.
En cuanto a la atracción por las ferreterías confesaba que se debía a su propia frustración y que ese interés por las herramientas era inversamente proporcional a su capacidad para manejarlas. Ya casado reconocía que había renunciado a reparar cualquier objeto del hogar porque su esposa intervenía presurosa para impedirlo a los efectos de evitar el deterioro definitivo de lo que intentaba reparar. Confesó que la última vez que intentó reparar un artefacto eléctrico se salvó porque utilizaba zapatos con suela de goma.
Tal vez exagerando su torpeza manual comentaba que cuando estudiaba en la Escuela Normal recibía un tratamiento diferencial en la clase de trabajos manuales donde se enseñaba carpintería, encuadernación y moldeados en arcilla, clase en la que terminó teniendo la entrada prohibida.
Con la máquina de escribir le sucedió algo parecido, a pesar de haber escrito mucho en su vida, apenas aprendió a escribir a máquina con dos dedos, incluso cuando su situación económica se lo permitió contrató a una dactilógrafa a quién dictarle, pero con esa costumbre confesaba haber perdido toda práctica y se consideraba incapacitado para escribir a mano y a máquina, aquello que escribía a mano debía ser pasado a máquina en corto tiempo porque si no, ni él mismo podía descifrar la letra.
También asumió su incapacidad para el arte de la música y los idiomas, con el humor que lo caracterizaba reconocía que no podía distinguir la diferencia entre la Marcha Peronista y La Marcha de la Libertad, esta última era la que habían adoptado los militares que dieron el golpe en septiembre de 1955.
El uso de armas era habitual cuando Jauretche era niño, su padre nunca salía sino llevaba su revólver, el cuchillo era un utensillo imprescindible para el trabajo, la comida y para defenderse. Se consideraba actuar en legítima defensa cuando se respondía a una provocación, luego la legislación de la Provincia de Buenos Aires cambió y se agregó que debía existir evidente peligro para la vida para considerar que se actuaba en legítima defensa. Jauretche mantuvo de adulto la costumbre de llegar un cuchillo, incluso llegó a correr a un adversario político en un estudio de televisión, como se contará más adelante.