El Forjista
Capítulo 34 - La despedida de un pueblo agradecido
Pocos días antes del fin, llamó a su amigo Oscar Nicolini para despedirse, le dijo: “Has sido, Nico, hombre de una sola pieza y tu afecto y solidaridad entibiaron muchas veces mi alma dolorida. Por eso ahora, cuando voy a mostrarme ante Dios, te digo (en este instante no cabe sino la verdad desnuda): poseí dos vidas. Antes de Perón y con Perón. La primera no cuenta. La otra, en cambio, ha sido maravillosa. Me posibilitó el amor al pueblo y del pueblo. De esta vida seguiré conversando en el cielo. ¡Hasta la eternidad, Nico!”.
Perón recordó esos últimos días de Eva: “Un día antes de morir me mandó llamar porque quería hablar a solas conmigo; me senté sobre la cama y ella hizo un esfuerzo por incorporarse. Su respiración era apenas un susurro: -No tengo mucho por vivir- dijo, balbuceante. – Te agradezco lo que has hecho por mí. Te pido una cosa más… Las palabras quedaban muertas sobre sus labios blancos y delgados. Su frente estaba brillante de transpiración. Volvió a hablar en tono más bajo. Su voz era ahora un susurro: -No abandones nunca a los pobres. Son los únicos que saben ser fieles…"
El General también expresó: “Aquellos días de cama fueron un infierno para Evita. Estaba reducida sólo a piel, a través de la cual se percibía ya el blancor de los huesos. Sólo los ojos parecían vivos y elocuentes”.
Se supone que las últimas palabras de Eva se las dirigió a la mucama Hilda Cabrera de Ferrari en la mañana en que murió: “Me voy, la flaca se va, Evita se va a descansar” después entró en coma.
La enfermera María Eugenia Álvarez cuenta que aquel 26 de julio de 1952 a las 20:25 horas, además de ella en torno de Eva estaban “…el General, Apold, Nicolini, Juancito Duarte, el doctor Taquini, el doctor Mendé, el padre Benitez, Renzi y el maestro Finochietto que lloraba desconsoladamente. En el cuarto contiguo estaban la mamá y las hermanas”.
La enfermera también testimonió: “El general lloraba como un niño y llegó a decirme: ‘Qué sólo me quedo, María Eugenia’, ¡Qué razón tenía ese hombre! A partir de ese momento su más fiel compañera ya no iba a estar mal, la mujer que más lo amaba y respetaba en el mundo ya no estaba. Y este hombre lloraba, es tremendo ver llorar a un hombre, nunca había visto llorar a alguien así. Este hombre de la República ¡cómo lloraba sentado en la silla de aquel dormitorio!”.
Una semana antes de su fallecimiento, colaboradores de Perón se comunicaron con el médico español Pedro Ara, uno de los mayores expertos en embalsamamiento, a las 22 horas del 26 de julio, el médico llegó a la residencia fue recibido por Perón, con quién firmó un contrato por los honorarios que recibiría por el embalsamar el cuerpo de Eva.
Atilio Renzi explicó la situación: “A las 8 de la mañana del domingo 27 se dio por terminado el embalsamamiento provisorio que aseguraba la incorrupción por espacio de dos semanas. El trabajo definitivo lo realizó en la CGT. Tardó unos diez meses. Fue algo admirable. No extirpó órgano alguno. El cuerpo estaba tan natural que Evita parecía dormida…”.
Al conocerse la noticia de la muerte de Eva el país quedó paralizado, el gobierno decretó dos días de duelo que de hecho se transformaron en varios días más, la CGT declaró también dos días de huelga general y 30 días de duelo. El Consejo Superior del Partido Peronista decidió que sus adherentes usaran corbata negra por tres días y luto en la solapa por un mes.
En el edificio del antiguo Consejo Deliberante se realizó el velatorio que fue posiblemente el más imponente de la historia de nuestro país en cuanto a participación popular, la hilera de gente para ingresar al recinto se extendía por varios kilómetros, la Fundación y el Ministerio de Salud Pública instalaron 40 puestos sanitarios y el ejército dispuso de unas cocinas de campaña para proveer de comida y bebida caliente a la multitud.
Marysa Navarro lo definió como “una explosión de dolor colectivo que rebasó todas las previsiones”. Se calculó que la cola llegó a las 30 cuadras para poder pasar frente al ataúd, al hacerlo muchos estallaban en llantos, otros besaban el ataúd, en algunos casos hizo falta la atención médica. Las radios sólo transmitían música sacra.
Mucha gente lloraba como se llora a un familiar, las zonas cercanas al velatorio se poblaron de flores, producto que se agotó y se debió recurrir a importarlas de Uruguay y Chile.
Pero mientras millones de personas expresaban su dolor a lo largo y lo ancho del país, en los barrios acomodados el champagne se agotaba consumido por aquellos que festejaban la muerte de “la yegua” como la llamaban en su infinito desprecio, mostrando que el odio de las clases pudientes no pasa de moda pero carece de imaginación, especialmente cuando se trata de descalificar a mujeres con gran coraje, que llegaron a ocupar espacios de responsabilidad y que no se sometieron a las imposiciones de la oligarquía.