El Forjista

La reconstrucción de Hispanoamérica

Manuel Ugarte

V - Política interior

En Iberoamérica, hacer política fue desde los comienzos sinónimo de disputarse las ventajas del poder. Claro está que no hemos sido los únicos en practicar el ejercicio. Prueba de ello es la reacción que se opera en todas partes. Pero pocas veces se habrán evidenciado con tanta crudeza los apetitos como en las repúblicas iberoamericanas. Se puede decir que en ninguna región se multiplicaron intrigas y asonadas con pretextos tan ajenos al bien general.

A los imperialismos, interesados en la anarquía de las antiguas colonias españolas, les cabe cierta responsabilidad. El torbellino de gobernantes inestables fue utilizado para acentuar el grado de adhesión o eliminar elementos indóciles. Pero también hay que considerar la parte que corresponde al estado social de Iberoamérica y a las circunstancias en que se produjo la emancipación.
No voy a enfocar este aspecto desde el punto de vista ocasional de un partido, sino en el plano superior y durable de los fenómenos sociales.

Cuando estalló el movimiento de 1810 sólo una exigua oligarquía se hallaba capacitada para asumir el poder, y pese a nuestra aversión por las oligarquías es innegable que la intervención de este grupo fuerte, en cierto modo patriarcal, ejerció una acción apreciable, en el sentido de mantener y desarrollar el nivel cultural alzando. Las fórmulas evolucionadas corrían riesgo de amenguarse o desaparecer con la caída de la armazón de la colonia. La oligarquía, con todos sus defectos, las preservó.

Hasta los grandes latifundios, que hoy urge fraccionar y humanizar, resultaron, en aquellos tiempos de aislamiento en la distancia, benefactores feudos que permitieron proteger, como en la Edad Media, la vida civilizada que empezaba a surgir.

Esta elite social que seguimos llamando oligarquía, aunque la palabra no se ajuste cabalmente a lo que resultó después una mezcla de burguesía, plutocracia, milicia y clero, tuvo al principio en ciertas zonas un ímpetu constructor que la llevó a explorar, aunque fuera rudimentariamente, las minas, a cultivar viñedos, a intentar empresas, a desarrollar iniciativas, a crear, en fin, valores nacionales, sin recurrir a ayuda ajena, poniendo en marcha exclusivamente capital, conocimiento y trabajo de la región.

Pero ni los pueblos ni las clases sociales pueden vivir de lo que hicieron sus predecesores. El poder la influencia, el prestigio tienen que renovarse constantemente por la acción. Y más tarde, en el desarrollo gradual del Nuevo Mundo, el grupo de que hablamos se convirtió en peso muerto, cuya tendencia a transformarse en falsa aristocracia, dio lugar a la reacción saludable de nuevos elementos directores destinados a restablecer el equilibrio. No cabe duda, sin embargo, de que en medio de la crisis inicial la oligarquía cumplió en su hora una misión necesaria, dado que sin ese elemento esencialmente activo todo pudo derrumbarse.

Lo único que sorprende, cuando contemplamos el panorama en la amplitud de la América Latina es que esa minoría superior adoptase (por lo menos teóricamente) fórmulas políticas que estaban en abierta oposición con su esencia, con sus íntimos deseos y con el estado en que se hallaban las regiones sobre las cuales reinó.

La anomalía pone de manifiesto lo que debía ser –desde el principio hasta el momento actual de nuestra historia – el escollo o la rémora que impide una vida normal. El cerebralismo, el empirismo o como se lo llame, nos lleva a trazar programas y acciones memoristas sin confrontar antes esas acciones o esos programas con la realidad local. Y como la importación de las modas ideológicas se hacía en el siglo XIX con más lentitud que ahora, hay que empezar por reconocer que, al inspirarse en la Revolución Francesa de 1789 la generación a que me refiero cayó, no sólo en un error cronológico, sino en un error político.

En un error político, por cuanto no era discreto asimilar la situación de Francia, preparada por largos siglos de pensamiento y de cultura dentro del ambiente europeo, con la etapa rudimentaria en que por entonces se hallaba Iberoamérica.

Y en un error cronológico, porque empezó a pensar y a accionar a la manera de los girondinos cuando en Francia ya se había desmoronado la revolución en la cual puso su fe, dado que el separatismo nuestro coincide con el imperio napoleónico, y hasta con la batalla de Waterloo.

El punto de partida fue así, en muchos aspectos, paradojal, sobre todo si se tienen en cuenta que las leyes, constituciones o sistemas que se adoptaron sólo tuvieron vida sobre el papel. La democracia, meramente nominal, dejó que subsistieran hondas desigualdades de raza y clase, acentuando en cada república demarcaciones categóricas entre la gente adinerada o “decente” y la anónima masa autóctona o mestiza. Si a esto añadimos que las elecciones se redujeron a simulacros, maniobras fraudulentas o golpes de audacia al margen de toda legalidad, comprendemos la inconsistencia de los fundamentos institucionales.

De esta manera en el orden interior llegamos a practicar un republicanismo teórico como era teórica, en el orden internacional nuestra vida independiente, mediatizada por influencias extrañas.

Deseosa de asegurar su reinado, la oligarquía se inspiraba quizá en la organización política de Inglaterra, donde los grupos privilegiados han logrado mantener, proclamando el individualismo y la igualdad, sus ventajas y tradiciones. La necesidad de perdurar en medio de la efervescencia caótica llegó hasta traducirse en México en tentativa monárquica con envase liberal. Pero el programa democrático efectivo no pudo tomar cuerpo bajo ninguna etiqueta. Quienes lo ponían en circulación no pensaron tampoco seriamente en cumplirlo, porque lo sabían impracticable, dada la falta de organización o madurez de la masa nacional. En este aspecto, la dificultad fue sorteada con más realismo por el Brasil, donde después de la independencia un poder central inamovible preparó el advenimiento, todavía problemático de otras fórmulas.

De las ideologías sólo queda lo que se aplica a la realidad local. Por puras que sean las verdades han de sufrir al pasar de una tierra a otra, la poda de lo que no se ajusta al medio. En política no hay axiomas eternos y universales. Todos son regionales, temporales, relativos.

En la cadena de contradicciones señalaremos una más. El movimiento de la independencia fue concebido y dirigido por una minoría pudiente y culta; pero aunque esa minoría juzgaba indispensable su permanencia en el poder, nunca llegó a sofocar las ambiciones individuales que florecieron endémicamente, creando bandos cuyo afán exclusivo consistió en levantar a un hombre contra el otro, sin más programa que las excelencias o virtudes antojadizamente atribuidas a éste o aquél.
Durante largas décadas la adhesión caprichosa a los caudillos provocó atentados, alzamientos y hasta pequeñas guerras civiles que desgarraron a las repúblicas nacientes sin provecho apreciable, aunque sin oscura finalidad, puesto que esos movimientos representaron dentro de lo eterno, la ebullición confusa de la vida que se abre paso y trata de tomar forma.

Los jefes de la sedición llegaban al gobierno dejando de lado, naturalmente con la letra y el espíritu de las constituciones, todos los requisitos legales. Pero no fue ésta, a pesar de todo, la etapa más ingrata de nuestra América.

Los jefes militares traían un sentido de responsabilidad, orden y patriotismo que, pese al procedimiento autoritario, se ajustaba a la realidad humana de los grupos que por entonces aspiraban a conducir, sobreponiéndose al lirismo preceptivo de los programas inaplicables.

Contempladas hoy fríamente – a medio siglo, o a tres cuarto de siglo de distancia- algunas de esas figuras aparecen como oportunas y hasta benefactoras dentro del cuadro y la época en que se movieron.

Como daban más importancia a los problemas de afuera que a los de adentro, tuvieron hombría retadora para reivindicar la autonomía y oponerse a la disminución de la tierra natal. Así rechazó Juan Manuel de Rosas las imposiciones de Inglaterra, gesto que perpetuó San Martín enviándole su espada. Así cayeron por no acceder a las exigencias yanquis Zelaya en Nicaragua, Porfirio Díaz y Venustiano Carranza en México. Así los tiranos Castro y Gómez hicieron de Venezuela la única republica iberoamericana libre de empréstitos extranjeros, privilegio milagroso que Venezuela perdió con el primer gobierno constitucional.

Pudieron ser los militares acentuadamente arbitrarios, y lo fueron hasta límites increíbles, pero en el campo abierto de las patrias jóvenes y desamparadas desempeñaron el papel de mastín que defiende la heredad. Sin contar con que la autocracia pudo corresponder en ciertos momentos a la naturaleza levantisca de los habitantes y al plano subalterno en que se cumple todavía la rotación nacional en determinados aspectos.

Después vino una floración de civiles, engolados en los textos que se dejaron seducir por las compañías extranjeras y creyeron modernizar a Iberoamérica abriendo paso a peligrosas incógnitas. La que algunos llaman todavía “patria bárbara” tuvo en medio de todas la injusticias el orgullo de su independencia. La que se acicaló más tarde con abalorios importados, perdió un poco de su altivez (que se halla a menudo contenida en la rudeza) y se dejó llevar por el plano inclinado de la concesiones.

Al suceder a los caudillos los nuevos jefes egresados de las universidades locales (que en México tomaron el nombre de “cieticos” y en la Argentina se coronaron, cualquiera que fuese su profesión, con el título de “doctores”) parecieron aplicarse a dar ropaje de teorías a la brega individual.
Fue la hora en que se intentó europeizar la política, la hora del “liberalismo” de los discursos principistas y de las palabras de significación poliédrica dentro de las cuales entraban las premisas más contradictorias. Sin embargo, la justificación aparente que se intentó prestar a la rivalidad individual no hizo más que complicar el panorama, porque los nuevos conductores se parecían en el mayor parte de los casos a los enfermos mentales que padecen de falta de conexión entre la necesidad que comprueban y el expediente a que recurren para remediarla. Cuando hace calor, salen a la calle con zapatos de goma. Cuando llueve, se ponen un chaleco de fantasía. Nunca se enlaza el fenómeno que perciben con las defensas a la que recurren. Así fue inventando nuestra América problemas que no tenía y echó mano para resolverlos de panaceas inoperantes.

Cierta misteriosa fascinación magnética empujaba a los improvisados estadistas a bordear, como sonámbulos, el abismo, haciendo la política de otras regiones, en vez de hacer la del propio país.

Tuvimos inútiles controversias religiosas que provocaron hasta guerras civiles. Se abrieron largos debates alrededor del proteccionismo y el libre cambio. Nos drogaron con el bizantinismo de ideas generales que no estructuraban nada o resultaban disolventes. Todo ello al margen de la realidad local y hasta desconectado de la realidad del mundo.

En todas nuestras repúblicas se abrió de esta suerte una lucha sin sentido entre los ángeles de la oposición y los demonios del gobierno. Los ángeles, al llegar al poder, se convertían en demonios, y los demonios, al caer, recobraban las alas milagrosamente. La obsesión de este juego hizo descuidar la tarea fundamental de valorizar la riqueza nacional, de resolver los problemas esenciales y, lo que es más grave aún, hizo abandonar a fuerzas extrañas toda iniciativa creadora.

Todo esto en medio de “revoluciones” que en muchos casos no fueron más que sustituciones. Un grupo resolvía que los que gobernaban eran malos y que él lo haría mejor. . Cabalgando sobre esas ilusiones se adueñaba del poder. Como en todas las administraciones hay fallas, las ponía de relieve y establecía sin esfuerzo la superioridad de los que todavía no habían intervenido sobre los que ya habían afrontado la prueba. Pero el desengaño no tardaba. Los nuevos intereses suplantaban a los antiguos, y en la mayor parte de los casos la revolución no resultaba más que un cambio de personas dentro del perenne asalto a las fuerzas vitales del país.

Aún admitiendo que las palabras traduzcan siempre aspiraciones reales, una orientación política, como una pala de albañil, sólo tiene el valor que le da quien la utiliza. Se puede favorecer la evolución con fórmulas enérgicas. Se la puede detener con procedimientos suaves. El sufragio universal en sus ritos más puros es susceptible de consolidar un régimen de excepción. Una medida arbitraria restablece a veces la justicia. Lo esencial no es el vaso, sino el contenido. Con etiquetas diversas, la política desvió a las naciones en formación de su verdadero destino, minando el empuje creador, la organización económica, la utilización de los recursos de la colectividad por la colectividad misma. Hasta ocurrió a menudo que la ideología de segunda mano con que nos obsequiaban no correspondió a las necesidades especiales de nuestra situación y el cambio sólo favoreció los intereses de una potencia extraña. Porque, en realidad y en esencia, hasta el advenimiento de Perón, Iberoamérica sólo tuvo a partir del período que evocamos las situaciones que Inglaterra y Estados Unidos hicieron viables.

Así que perfilándose en nuestra América el político profesional, dirigente dirigido, que sólo perseguía la popularidad, el efecto que imaginaba producir la vanidad demagógica en suma, que le empujaría a incendiar la ciudad para aparecer como salvador, llevando en la mano un cubo vacío.

Su gravitación fue entre nosotros más lamentable que en Europa porque a quien trató de agradar en último resorte el demagogo iberoamericano fue a la influencia predominante, dispensadora invisible del éxito en la aparente brega electoral.

A favor de este estado de espíritu cobraron auge cuantas doctrinas parecieron susceptibles de minar el organismo en formación, y a medida que se afirmaba el charlatanismo politiquero prosperaron las directivas extrañas con ayuda de resortes de propaganda cuyas llaves se hallaban fuera del país, como la Young Men Christian Associaton, los Boy Scouts, el Ejército de Salvación, la Masonería, el Rotary Club, el Pen Club, etc. No hubo, en cambio una sola sociedad iberoamericana de acción continental.

Mientras la vida giraba alrededor de situaciones ajenas o de ideas abstractas, las necesidades materiales de cada república en sus diversos planos – abastecimiento, exportación, iniciativa, comunicaciones, bienestar – continuaron siendo acaparadas y explotadas por banqueros o sindicatos habituados a desarrollar análoga política en la India, China, Egipto, los Balcanes o la Turquía en otros tiempos. Tan errónea era la visión de los dirigentes que cada vez que contrataban un empréstito, enajenaban una mina o concedían un ferrocarril creían obtener triunfos históricos y hacían publicar en los diarios locales inconscientes artículos celebrando el crédito de que gozaba el país.
Esta ausencia de coloración nacional favoreció en Iberoamérica la irrupción de cuantas ideas circulaban en Europa. Nueva manifestación de colonialismo mental, puesto que las doctrinas nacidas en pueblos con excedente de población y congestionados industrialmente no podían siempre coincidir con las necesidades y el estado de nuestras repúblicas.

La oligarquía criolla, que no fue por ello desalojada de sus posiciones esenciales, se ingenió para neutralizar a los que querían destruirla y no tardó en hallar cómoda convivencia con los perturbadores.

En realidad, sólo pudo ser por aquellos tiempos utilizable entre nosotros la parte del socialismo que se enlazaba con las preocupaciones vitales de la región, y esto a condición de transmutar la noción teórica de la justicia en acción realista de utilidad social. El mayor error del socialismo era tomar como punto de partida la felicidad del individuo, cuando la felicidad del individuo sólo puede ser un resultado de la prosperidad y el triunfo de la colectividad.

José Ingenieros, Leopoldo Lugones y yo fuimos en un momento dados los anunciadores del socialismo en Iberoamérica, pero no tardamos en abandonar la incipiente organización invocando los tres, el sentimiento nacional que aquella negaba, y la burocracia del grupo siguió corriendo en el caballo exhausto que abandonamos. No por eso dejamos de seguir defendiendo una orientación plasmadora de nuevas fórmulas que correspondiere a lo durable, es decir, a la evolución sin término dentro de la salud y fortaleza del conjunto. Por otra parte, las concesiones al medio y las ambiciones electorales despojaron muy pronto a ese intento ideológico, convertido en partido político, de todo penacho superior. El socialismo fue enemigo en teoría del capitalismo nacional, pero no lo fue en ninguna forma del capitalismo extranjero.

Como acabamos de ver, Iberoamérica no escapó en ningún momento de su evolución al contagio de Europa. Desde el comienzo vivimos de repercusiones.

Fuerza es también admitir que las teorías sociales constituyeron en horas de lucha el haber común de la humanidad. A este título resulta hoy imposible dejar de considerar lo que ha resultado del fascismo y el comunismo, desde el punto de vista de la acción que esas ideas pueden ejercer en nuestra América.

Para alcanzar pleno conocimiento de los sucesos que les dieron origen y desarrollo en otras ocasiones, debemos empezar por remontarnos mentalmente hasta los años que parecen fabulosos – no por distantes, sino por diferentes a los actuales-, en que pareció asomar una evolución ininterrumpida hacia instituciones teóricamente perfectibles, en que se vaticinó la redención del hombre por la ciencia y en que se esperó la definitiva reconciliación de los pueblos, es decir, el fin de las guerras. Me refiero la oasis de luz que se abrió entre 1900 y 1910.

Este romanticismo social fue barrido bruscamente por la catástrofe de 1914, y si quedaron algunos líricos empeñados en perpetuarlo, esos líricos se colocaron por su propia voluntad fuera de la realidad del mundo.

Las naciones que tomaron parte de la contienda, así como las que durante la misma época se limitaron a recoger los restos de los naufragios en la playa, retrogradaron vertiginosamente hacia las rudas competencias. No juzgamos. Nos limitamos a registrar la temperatura moral alrededor de 1916. Cada núcleo nacional atendió a su propia salud. Los mismos “pacifistas” formaron parte de los ministerios de defensa nacional o se asociaron a los métodos empleados durante lo años de prueba, años de prueba durante los cuales se detuvo la respiración del mundo y se desmoronaron los andamiajes de las construcción ideal.

La opinión se acostumbró a ser llevada sin consulta hacia los fines nacionales. La “ilegalidad útil” quedó justificada por las exigencias de la acción y recuperó su antiguo crédito. El temor de nuevos choques dio lugar a nacionalismos intransigentes. Y nada hubiera sido más vano que esperar que al son del clarín de la paz se volvería a reconstruir lo destruido. Las murallas de Jericó cayeron, según la tradición al conjuro de las trompetas, pero nadie confió en el milagro de que al conjuro de esas mismas trompetas se levantarían de nuevo. El mundo entraba en una rotación diferente; y de esa rotación diferente surgían otras esperanzas, otras imposiciones, otras verdades.

Habían nacido dos corrientes: la comunista que, volviendo al punto de partida del marxismo con una integridad que excluía las capitulaciones y las componendas, ansiaba imponer una organización económica experimental, y las fascista que entendía asegurar a la nación su tensión máxima y salvar con ayuda de concesiones la esencia del capitalismo, cultivando la exaltación de los intereses nacionales. La primera triunfó en Rusia; la segunda en Italia y Alemania.

Enumeramos las causas, comunes a ambos movimientos, que determinaron las nuevas demarcaciones en medio de una neblina inicial propicia al confusionismo:

a) debilidad visible de las instituciones, comprobada en el curso de la guerra, frente a las grandes fuerzas financieras que oprimen a la colectividad y ponen en peligro la salud del Estado;

b) descontento de la clase media y de la clase popular, desilusionada de la política y especialmente del político profesional;

c) adormecimiento de los partidos socialistas, cuya acción tendía a usufructuar el mal existente, más que a crear un nueva estado de cosas. (Desde el punto de vista político se puede decir que el socialismo fue el gran vencido en la guerra de 1914);

d) inquietud frente al peligro que corre la autonomía de cada grupo en el desconcierto de una época particularmente difícil;

e) la desocupación, el malestar de las masas y la suprema crisis originada por la dependencia en que se hallan todos con respecto a minorías parasitarias.

No hay teoría viable sin un estado de espíritu que la favorezca. Del descontento general nacieron las interpretaciones. Los pueblos querían ir a alguna parte. Estaban cansados de marcar el paso frente a los templos que se desmoronaban, frente a doctrinas e instituciones que probaron su incapacidad.

Por encima de las fórmulas y de las palabras, la masa aspiraba a algo inmediato, que le diera, por los menos, la ilusión de embarcarse hacia una inédita realidad.

El nuevo ciclo ideológico que se abría en el mundo rebotó confusamente de este lado de los mares y encontró a nuestra América en una situación sui generis.

En la política interior se prolongaban los mitos y las supersticiones generadoras de agitaciones inútiles y de ambiciones individuales. Desde el punto de vista económico perduraba la organización colonial. Rica para los demás, pobre para sí misma, cada república era un negocio mal planteado.

En cuanto a las cosas internacionales, la desorientación resultaba más trágica aún. Sólo se preparaban nuestras repúblicas para el suicidio de las guerras intestinas, mientras quedaba el campo abierto a las infiltraciones realmente extranjeras.

En una conferencia organizada en la Sorbona por los estudiantes iberoamericanos de París, concretó en 1934 mi pensamiento sobre lo que para nosotros representaban en esencia los nuevos fenómenos y sobre la repercusión que podían tener. A diez años de distancia y a raíz de una nueva guerra, repito las mismas palabras sin aspirar a honores de profeta:

1) entramos en una época en que la ideología cede el paso a la acción y en que las ideas sólo tienen el valor que les dan los acontecimientos;

2) el mundo seguirá evolucionando durante muchos siglos todavía bajo el sistema de nacionalidades, y todo internacionalismo o pacifismo implica abandono del deber primordial;

3) el mantenimiento de la Nación en medio de los vendavales futuros sólo podrá ser alcanzado reconstruyéndola sobre nuevas bases;

4) la justicia social, sin perder su valor ético ha adquirido valor de utilidad nacional en cuanto contribuye a dar fortaleza al núcleo. En esta sentido se impone sobre todo la urgencia de suprimir abusos, injusticias y privilegios;

5) debemos ir francamente hacia el fondo sano de lo que se ha dado en llamar extrema izquierda, pero hay que hacerlo dentro del orden, la disciplina y la autoridad;

6) por encima de tendencias programas y derechos, por encima de las teorías y los individualismos, está la inquietud de perdurar como entidad distinta y a ella debe ser subordinado todo.

Al condensar superficialmente el panorama ideológico de la posguerra de 1914, pensábamos sobre todo en Iberoamérica y nos preguntábamos cuáles podían ser las necesidades más urgentes.
La respuesta era fácil.

En primer término, sacudir la presión de los imperialismos que absorben la vitalidad continental y establecen tutoría sobre nuestro destino.

En segundo lugar, acabar con el latifundio y con los abusos de las clases privilegiadas, devolviendo la tierra a la mayoría de los ocupantes dentro de una organización más eficaz del Estado.
En tercer lugar, acabar, como en todas partes, con la ambición de las facciones y con el político profesional.

La coincidencia del nuevo ambiente ideológico con nuestras necesidades básicas nos ofreció así, desde el punto de vista regional, verdades sin partido que se alzaban al margen de los grupos y de las etiquetas.

Desgraciadamente, no faltaron, dentro de la opinión superficial, las tentativas para apuntalar con la ayuda de una apariencia de fascismo el edificio en ruinas de los privilegios oligárquicos.
Una política sensata pudo en cambio prepararnos con tiempo para la prueba que soportamos ahora.
La vitalidad de las naciones se confunde con su autonomía. Toda autonomía significa dignidad y poder. Cuando una nación se inclina es porque ha sido superada por otra. Nosotros no podemos aspirar a ser una lamentación sobre una tumba. Herederos de tradiciones prestigiosas, debemos mantener intactos los aportes ancestrales.

Al hacer en 1935, avant la leerte, es decir, antes de la segunda conflagración que debía desencadenarse pocos años más tarde, un diagnóstico del nuevo momento histórico, hacíamos también una incursión de avanzada en las realidades que el conflicto actual ha puesto después en evidencia.

La autopsia en que nos empeñamos ahora, después de terminada la guerra, permite comprobar que Iberoamérica no comprendió la hora.

Consciente o inconscientemente, los partidos cultivaron en todas nuestras repúblicas preferencias antojadizas. Los grupos oligárquicos respondieron frecuentemente a Inglaterra. Los socialistas en alistaron a la zaga de Estados Unidos. ¿Y nosotros? ¿Dónde estaba lo que convenía a nuestra situación?

La guerra puso, sin embargo, en evidencia la falta de personalidad con que colaborábamos en ideas y propósitos de otros pueblos, desatendiendo la propia suerte y saliendo, por así decirlo, al encuentro de la sujeción.

La visión de la realidad se había desvanecido. Mientras en nuestras provincias los conscriptos resultaban inaptos para el servicio militar por falta de nutrición y los grupos sedientos asaltaban las locomotoras para robar el agua, ciertos diputados “populares” votaban sumas cuantiosas para el gobierno rojo de Azaña , evidenciando un estado de espíritu atento a cuanto ocurre fuera del territorio y ciego para la propia vida. Olvidaban el núcleo del cual surgían y a cuyo servicio debían estar, para escuchar la palabra de orden favorable a otros intereses, como si en vez de formar parte de un conjunto autónomo se hallasen mecidos en el vacío por corrientes abstractas, fuera de la vida.

Era, sin embargo, una hora en que se ponía a prueba la vitalidad de las naciones. Nosotros necesitábamos realizar, construir, completar, dar eficacia a cuanto nos rodeaba. Se abría una posibilidad de acelerar la renovación iberoamericana, realizando o tratando de realizar la segunda independencia.

Sabíamos que terminado el conflicto correrían caballos locos sobre el mundo y que la distancia no nos podía amparar. Hasta podían llegar a servir nuestras naciones de moneda de pago en la trágica liquidación. Desafiando desprestigios, debió levantarse la voz de los intereses continentales. Nuestra misión era preparar la propia victoria. Sin embargo, nada se intentó.

Sabemos que la independencia se hizo sin economistas ni sociólogos y que fue en muchos aspectos irreflexiva, epidérmica y verbal. A las nuevas generaciones les correspondía sacar partido de esos antecedentes, aprovechando la oportunidad para velar por la verdadera autonomía política, económica y espiritual, siendo por encima de todo, hombres de nuestra América y tratando de que nuestra América se levantase cada vez más dueña de sí misma.

Este anhelo ha de imponer en el porvenir una implacable renovación de personal político para sanear el ambiente y prevenir la maniobra de los veteranos, siempre dispuestos, en las encrucijadas de la historia, a convertirse en catecúmenos de toda nueva fe. Con al misma falta de escrúpulos con que apoyaron el régimen anterior, se hallan dispuestos a servir al nuevo, con tal de continuar en el escenario.

Pero no basta que los hombres sean otros. Es necesario que se sientan animados por una nueva ideología y que esa nueva ideología sea apropiada al momento del mundo y a las características locales.

En realidad, entre nosotros existe desde muchos antes de ahora un fervor que no ha podido manifestarse porque los medios de propaganda, poder y acción se hallaban acaparados precisamente por la influencias interesadas en ahogarlo. Más accesibles a la emoción que a la disciplina, nuestros pueblos se adelantaron por intuición a los hechos. Saben que vamos hacia una motorización de ideales a la vez nacionales y universales y que del ensueño pasaremos al esfuerzo que ya crispa su musculatura pensante y transforma en hechos las intenciones.

Pero hay que operar sobre bases sólidas. Por encima del verbalismo se impone, para empezar un estricto aforo de la que contienen la palabra democracia, visiblemente desviada de su significación cabal. El uso y el abuso que de ella se ha hecho, obliga a expurgarla de escoria y parásitos, para restablecerla en su severa dignidad.

Todos estamos de acuerdo en que la democracia debe ser defendida. Fue acaso el asentimiento unánime lo que facilitó la desviación. Pero no hay que identificarla con las instituciones creadas en determinados momentos para servirla. Estas son auxiliares o representativas, y como tales pueden ser temporales ocasionales. Sería absurdo considerarlas como inamovibles. Hay que ajustarse a la hora en que se vive y hacer la autopsia implacable de las realidades. El Parlamentarismo convirtió en personajes a muchos hombres desprovistos de valor que sin el título de diputados no hubieran sido nada. Detuvo en mucha ocasiones la evolución, haciendo residir la democracia en apariencias engañosas. Instituyó una especie de mercado de la popularidad que hace residir el éxito en adular a la mayoría. El primitivo postulado superior se corrompió hasta el punto de que cada vez que hoy se oye invocar una necesidad pública, uno se pregunta que interés de partido o de círculo se trata de servir. No hay que confundir, pues, a la democracia con la especulación demagógica. La verdadera democracia consiste en servir al pueblo y no en servirse de él. Reside en los principios, no en los procedimientos. La intención fundamental debe sobreponerse a las fórmulas. Lo esencial no es que el poder parezca de todos, sino que sea en realidad para todos. El primer imperativo es el destino permanente de la colectividad y la felicidad de los individuos. El gobierno es un servidor de la nación en su síntesis suprema de extensión y perdurabilidad. Nos hemos alejado tanto de las fuentes que hay que empezar por deletrear las ideas y definirlas, y evitar la confusión entre el continente y el contenido, entre el instrumento y la obra, entre el verso y la poesía, entre el rito y la fe.

La esencia de la democracia radica en el compromiso de que, a igual de capacidades, todos los ciudadanos tendrán acceso a todas las situaciones, y de que siendo la finalidad perseguida el bien general, se ha de encarar la vida colectivamente para impedir que la nación pueda ser utilizada para provecho o capricho de un jefe o un grupo.

Nadie puede soñar restringir tan altas aspiraciones. Debemos, por el contrario, tratar de realizarlas al fin, después de tanta promesa vana. Pero los procedimientos de ejecución, que en buena parte fracasaron hasta ahora, pueden ser en todo momento reformados. Lo que estará en tela de juicio no será el principio, sino el modo de operar. No dejará de existir la democracia porque se dosifique el sufragio universal o se modernice el Parlamento. En su encarnación presente esas fórmulas han engendrado dos rémoras: la corrupción administrativa y el político profesional, y en el peor de los casos siempre valdría más tener la realidad sin los símbolos, que los símbolos sin la realidad esencial.

Una tendencia superficial nos hizo suponer que la democracia reside en candidatos designados por la burocracia de cada partido, consagrados en elecciones a menudo fraudulentas y preocupados en todo momento por su reelección. En muchos países se ha creado así una suprema bolsa de influencias individuales, y el político más escuchado ha solido ser el que sabe decir en hora oportuna: “tengo tantos vagones cargados de democracia, ¿a cuánto me los cotizan ustedes?”

Pero entiéndase bien que al hacer la disección de una seudo democracia corrompida que abrió las puertas al fascismo, estamos muy lejos de defender al fascismo o de justificarlo. Contra el fascismo nos pronunciamos resueltamente desde los orígenes y en este libro hemos de dejar nuevamente constancia de que estamos contra él, no sólo en manifestaciones europeas, que fueron barridas por la victoria aliada, sino en las repercusiones tardías y camufladas que pudo aspirar a tener en América. El fascismo sería entre nosotros un fenómeno completamente artificial y exótico que en ninguna forma se puede enlazar con la íntima esencia de las tierras de Colón.

Hay que reconocer, sin embargo, que el fascismo sólo tuvo posibilidad de surgir aunque fuera una forma esporádica ocasional debido a la insistencia de mantener contra toda lógica la armazón desacreditada de la politiquería que se amparó a la sombra de la democracia. Y la mejor manera de defender a la democracia auténtica ha de consistir en sanear el ambiente, adoptando nuevos métodos, ofreciendo programas tangibles, realidades útiles, sinceras reformas francamente revolucionarias que rompan con el preceptismo libresco y entren resueltamente en la vida.

Algunos creen que basta decretar la abolición de los partidos políticos para acabar con la política. Ese procedimiento sólo sirve para entregar el monopolio de la política a un número limitado de ciudadanos. Se agrava el mal al convertirlo en privilegio. La tan mentada “apolítica” no es más que una forma de política más aviesa que la anterior. Por otra parte no basta cambiar el sistema, lo que urge es emprender la construcción. Los sistemas nos dieron siempre malos resultados, porque fueron concebidos para naciones ya organizadas. Nosotros todavía no hemos organizado la nación y de nada sirven los preceptos.

Para salir de la agitación infecunda en que desde este punto de vista se debaten las repúblicas iberoamericanas desde hace largos años, hay que iniciar una política realista que traduzca un cambio fundamental de orientaciones.

Claro está que con los cambios políticos ocurre lo mismo que con el cambio de hora. Cuando nos ponen en la obligación de empujar el minutero de las once a las doce, o viceversa, nos sentimos contrariados. Parece que la modificación de las costumbres repercute en forma de agresión personal. Pero no tardamos en ajustarnos a la nueva ordenación. Esta podrá ser, al principio, resistida por algunos. Al cabo de poco tiempo nadie admitirá que se pueda vivir al margen de ella.

La nueva política se ha de basar sobre unas cuantas verdades que son imperativos de salud:

a) Eliminación de las influencias extranjeras, o, para hablar más claro, recuperación de la fuerza vital de Iberoamérica, para poder trabajar sobre bases sólidas. Todo plan que no contemple una inmediata acción reivindicatoria de la riqueza y de los engranajes esenciales resultará inútil, La situación de dependencia sobre la cual una consigna misteriosa ha pretendido obligarnos, con ayuda de algunas empresas periodísticas, a guardar silencio, so pena de ostracismo y descalificación, tiene que ser al fin exhibida a la luz meridiana, sin atenuante alguno, para que de la misma evidencia del vasallaje brote la reacción nacional.

b) Desaparición del demagogo, más peligros entre nosotros que en Europa, porque no sólo adula al pueblo, sino a las influencias nebulosas que le permiten surgir o mantenerse. La concepción de las necesidades locales que pueden tener los que arrastran por las calles el aplauso como un manto real, sufre dos deformaciones: la que exige la clientela electoral a la cual halagan y la que imponen los intereses entre los cuales debe moverse, sin contrariarlos en ninguna ocasión.

c) Se ha de tener en cuenta también que la reconstrucción de Iberoamérica no se hará manteniendo las clases sociales dominantes. La burguesía y la plutocracia pudieron convivir cómodamente hasta ahora con el socialismo domesticado. Pero tendrán que aceptar dentro del orden que viene, los sacrificios que requiere el bien común. Todo interés de grupo se extingue frente a la convivencia colectiva. Las oligarquías del nacimiento, del dinero o de la política, esperan siempre un milagro. Sobrepasadas por la evolución del Continente buscan en cada sacudida una fórmula para salvar sus privilegios. Hay que quitarles toda esperanza. La vida ha tomado otro rumbo.

d) Mediante una igualdad tallada en realidades, la masa de los ciudadanos cesará de estar al servicio de grupos reducidos y los territorios se desligarán de la presión de los grandes centros abriendo paso a la Nación en su amplitud y en su coherencia integral. El centralismo ha asfixiado hasta ahora a las repúblicas iberoamericanas. Hay que renunciar al instinto suicida que empuja a Managua contra León, a Quito contra Guayaquil, a Santiago contra Valparaíso. Cada región debe tener su función. Cada función su organismo. La industria junto a las minas, el combustible y las fuerzas hidráulicas. En las praderas el nudo agrícola. Los puertos para el intercambio. Para el gobierno las ciudades serenas. Cuanto más numerosos sean los focos de irradiación, más fácil será vivificar el territorio entero. La hipertrofia disminuye toda capacidad de acción. Deben desarrollarse las poblaciones con características especiales, según sean las actividades comerciales, fabriles, ganaderas, administrativas, universitarias, para que cada zona exprima sus posibilidades de vida, facilitando la evolución completa del organismo.

e) La legislación, como la medicina, sólo se hizo presente hasta ahora a raíz del daño consumado, en vez de adelantarse a las causas que lo determinan. Conviene poner fin al estado rudimentario que nos hace acudir con empíricos emplastos para remediar los males que crea la mala organización. La higiene no consiste solamente en desinfectar la vivienda y en instalar salas de baño. Hay una higiene social y espiritual que alcanza a las costumbres, a las remuneraciones, a las leyes, a la estructura del estado, del cual debe ser barrido el abuso, la explotación, la miseria, la podredumbre moral. En todas las situaciones un tratamiento preventivo ha de hacer posible la dignidad del hombre, punta de partida de su apego al terruño y de su inquietud por la dignidad nacional. Y esto, al margen de toda chafalonía electorera.

f) Todo individuo consciente ha de aceptar la disciplina y la autoridad como atmósfera necesaria para la propia preservación y para el triunfo del grupo al cual pertenece. Hasta ahora sólo se ha predicado la disciplina dentro de los partidos políticos. Hay una disciplina más alta, que es la disciplina dentro de la Nación. Que la patria siga siendo una fuente de ventajas para el individuo, que el individuo empiece a colocar a la colectividad por encima de sus conveniencias. Dentro de los conglomerados actuales, el diputado, el elector, el sindicato, el gremio, el comité, la ciudad, la región, todos tiran para sí, tratando de sacar la mejor ventaja sin cuidarse de la suerte del conjunto. Hay que restablecer la austeridad ciudadana y el sentido de la responsabilidad colectiva., castigando con severidad los egoísmos, dilapidaciones, coimas, fraudes, peculados, mediante un nuevo concepto de lo que debe ser una nación. El mayor de los crímenes es el que lesiona la vitalidad, el crédito, la salud, el prestigio del conjunto social.

g) Rusia nos ha dado un gran ejemplo en el plano de la política internacional y en el plano de la política interior. Todas las reservas que los retardatarios formularon para desacreditar al comunismo en los comienzos fueron desautorizadas y destruidas en el curso de esta guerra. Ninguna nación en la Historia aseguró la defensa de su territorio con tanta decisión y eficacia como la URSS. Ninguna hizo gala de una organización tan perfecta. La nueva ideología afianzó como ninguna la idea de Patria y mantuvo el orden para triunfar en la guerra más grande de los siglos. Para estructurar el futuro de Iberoamérica debemos, pues, buscar inspiraciones en la formidable construcción soviética que ha anunciado una nueva era para la humanidad. Estas concepciones no se oponen al sentimiento católico de nuestra América. El ateísmo no es sólo una negación de Dios; constituye desde el punto de vista individual y social una debilidad para el Estado. El hombre necesita una religión. Las naciones no pueden vivir sin una mística. Nada puede desarrollarse plenamente sin ayuda del ideal.
Hasta ahora los asuntos de política interior se trataron y resolvieron sobre plataformas oportunistas. De hoy en más debemos construir sobre bases profundas y durables. La evolución de las Patrias que aspiran a durar es una carrera de antorchas en el curso de la cual las generaciones se van pasando la llama encendida en vista de una finalidad que ninguna concreta en sí y que sólo se cumple con la solidaridad en el curso de los tiempos.

Hemos vivido drogados. Cuanto veneno circulaba por el mundo nos fue ofrecido complacientemente. Así se repitieron entre nosotros en menos de un siglo, todas las etapas de la desorientación humana, así se construyeron ideológicamente puentes inútiles, esperando que los ríos vendrían después, así florecieron estatuas de políticos circunstanciales que no podrán sobrevivir el examen futuro. Pero un instinto secreto anuncia que algo nuevo fermenta en el seno de la colectividad iberoamericana. Una voz misteriosa mantuvo el anhelo, y la guerra contribuyó a revelar la situación.
Pero los nacionalismos regionales que asoman no resultarán, en realidad viables hasta que alcancen el carácter iberoamericano que debe asumir el movimiento definitivo. El origen de la subordinación actual, hay que buscarlo en el error que nos llevó a encarar seccionalmente los problemas. En el orden internacional, como en el orden interior, como en el orden de la valorización general de nuestras repúblicas, hay que estudiar planes que se ajusten a la amplia realidad iberoamericana y esos planes han de ser concebidos teniendo en cuenta la vastedad de los territorios que se extienden desde la frontera norte de México hasta el cabo de Hornos. Sería vano creer que cabe iniciar la nueva época con sólo cambiar, dentro del mismo espíritu localista, la orientación de la máquina fotográfica. Quiero decir con esto que si seguimos divididos, que cada república mantenga su demarcación actual, sus costumbres y su gobierno autóctono, pero que en las líneas básicas y vitales, exista una esperanza, un orgullo y un derrotero común.

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