El Forjista

 MANUEL UGARTE
PRECURSOR DEL NACIONALISMO POPULAR

por Juan Carlos Lara

Capítulo 4- “EL PORVENIR DE AMERICA LATINA”

Si bien es cierto que libros como “La Restauración Nacionalista”- como vimos, desvirtuado en buena parte por la obra posterior de Rojas-, y “El Diario de Gabriel Quiroga”, de Gálvez, constituyen un aporte sin duda importante para el desarrollo de una tendencia ideológica de signo nacional en la Argentina, la contribución de Manuel Ugarte –silenciada póstumamente con más empeño aun de lo que fuera en vida- consta de puntos focales de tal originalidad y vigencia que lo ubican como un visionario en muchos aspectos del quehacer político y cultural argentino (y latinoamericano) del último siglo. Nos abocaremos en estas páginas, exclusivamente, a su libro de 1910 “El porvenir de la América Española”, coetáneo de los textos de Rojas y Gálvez, pero desatendido –cuando no simplemente ignorado- por los estudiosos del pensamiento político argentino y particularmente del, por algunos denominado, “primer nacionalismo” o “nacionalismo del Centenario [44] ”.

El texto de Ugarte comienza contemplando, “con perspectiva histórica”, el drama del descubrimiento y la conquista americanas por parte de Europa.

Sin plegarse a las prejuiciosas leyendas (negra y rosa), prevalecientes por entonces, deduce con criterio particular que la conquista fue cruel y fanática (aunque llena de rasgos heroicos) porque el espíritu de la Edad Media aún pervivía en los conquistadores. Éstos estaban conformados en la atmósfera feudal, dominada por la violencia y el exterminio y no dejaron crimen por cometer en las nuevas tierras. Pero, lejos de achacar esas iniquidades al pueblo español, Ugarte recuerda que para el régimen feudal “el fuerte tenía derechos naturales sobre el débil” y por lo tanto las manchas de la conquista deberían ser cargadas por un siglo, no por una nación.

Los indios –dice Ugarte- poseían otro sentido, más altruista, de la solidaridad, pero los descubridores, pese a todos sus crímenes, dieron cima a “la más noble victoria del espíritu humano”. Por eso, paradójicamente, la conquista fue una proeza heroica y al mismo tiempo una catástrofe. Algunos se felicitan de esto último en nombre del progreso. Pero Ugarte no comparte ese prejuicio. No existen los hombres inferiores, “todos pueden alcanzar su desarrollo si les colocamos en una atmósfera favorable”. Por eso, “si queremos ser plenamente americanos, el primitivo dueño de los territorios tiene que ser aceptado como componente en la mezcla insegura de la raza en formación [45] ”.

La defensa del mestizaje - “mezcla hirviente de la futura raza sudamericana”- que hace Ugarte en este libro, en directa conexión con el José Vasconcelos de “La raza cósmica” (1925), resulta inusual en la literatura argentina de la época, tan plagada de darwinismo social y racismo spenceriano o puramente criollo. La sociología discriminatoria que entre nosotros cultivaron los Bunge, Ingenieros, Alvarez, Rivarola y tantos otros, herederos directos de los Alberdi, Mitre [46] y Sarmiento del siglo XIX, demostró la carencia más absoluta del sentido de la realidad y como bien dice Rodolfo Puiggrós “todo lo redujo a una subalterna acusación de impotencia de la cruza de español, negro e indio comparada a la pureza, la inteligencia y la capacidad de trabajo de los anglosajones y germanos [47]”.

Ugarte, en cambio, cree imprescindible reconocer que a los mestizos “desde el punto de vista de la nacionalidad, les debemos la mitad de lo que somos [48]”, porque ellos formaron parte de los ejércitos libertadores y fueron después, en el Río de la Plata, quienes “dieron su sangre a Artigas, Ramírez o Quiroga para tener en jaque la tiranía de los puertos y el espíritu absorbente de sus representantes [49]”.

Eso no implica –en opinión de Ugarte-, que lo que hay en nuestra sangre de ascendencia española no deba ser reivindicado. Sobre todo el aporte de la “inmigración actual”, que nos trae “lo mejor de España [50]”. “Lejos de quejarnos de nuestra filiación, enorgullezcámonos de ella- dice-; porque lo que hace la fuerza de los grupos es la constante comunión con los antepasados [51]”. Lo que no significa reivindicar sin más, el supuesto título de europeos trasplantados. Eso sería totalmente absurdo, ya que no es posible negar que los americanos del Sur se distinguen de una manera profunda de todas las nacionalidades, sin exceptuar la española.

La diferencia, para Ugarte, proviene del “suelo, las inmigraciones y la levadura indígena”. Por eso, somos herederos de Moctezuma y Guatemozín, “de quienes nadie puede avergonzarse”, pero también reconocemos la filiación hispánica, ya que de, lo contrario, “nos condenamos a edificar en el viento”. Solo fortificaremos nuestra originalidad “cultivando el orgullo de lo que somos [52]”.

En EEUU no hubo mezclas. Entre nosotros sí. No por eso somos mejores o peores- razona Ugarte. Somos simplemente diferentes. “En vez de atarnos a la zaga de otros pueblos, tratemos de cohesionar las moléculas utilizando del mejor modo posible nuestras características y nuestra composición [53]”.

Pensar en contrario sería atarse a “atavismos insepultos”; esos de los que hablan los publicistas de la época pero que Ugarte, menos ceñido a sociologismos vacuos que a su potente genio político, avizora como fruto de la incertidumbre en que vivimos los latinoamericanos “ante el porvenir de un continente dividido”. La desunión de las veinte repúblicas nacidas con un destino común, y ahora desmigajadas cuando no enfrentadas por meras rencillas de campanario, constituye nuestro verdadero drama y el problema a resolver en el inmediato futuro. “Hay más diferencia entre dos provincias de una nación de Europa que entre cualquiera de nuestros países”, incluido Brasil, hijo de Portugal y por ende “fragmento de la gran España”. Diferenciándose de Gálvez y su pretensión bélica de patria minúscula, Ugarte afirma rotundamente que “el Brasil forma parte integrante del haz hispanoamericano y su destino como nación es inseparable del resto del continente [54]”. Un destino que nos enfrenta inexorablemente con la otra América, la América anglosajona, cuyos intereses son inconciliables con los nuestros.

A partir de este punto, Ugarte despliega un amplio caudal de argumentos para demostrar la antinomia histórica entre las dos Américas y concluye: “todo tiende a alejar a los latinos de los anglosajones y todo concurre al mismo tiempo a hacer que estos últimos influyan de una manera preponderante sobre los primeros [55]”.

No desconoce la lógica histórica del expansionismo norteamericano -contra el que viene batallando desde hace ya casi una década [56] -, por lo que, sin agotarse en “recriminaciones estériles”, recomienda “medir el horizonte y desarrollar la acción más eficaz para salvaguardar los destinos” de esta parte del continente.

Ugarte habla pensando en el porvenir de América Latina. “Empecemos por saber hasta dónde llegan nuestras fuerzas para poder defender si es necesario a medio siglo de distancia las prolongaciones de nuestro espíritu [57]”. Pero la unificación es vital y no admite deserciones. “Nuestros Eldorados que no saben manufacturar sus productos y nuestras Prusias que compran sus armamentos al extranjero [58]” no pueden salvarse desunidos ni restringiendo su unidad a unos pocos países menos indefensos por su lejanía geográfica del usurpador. “Para salvar el imperio de nuestra raza en la mitad del Nuevo Mundo, no basta que las cuatro o cinco repúblicas más prósperas se mantengan inaccesibles. Desde el punto de vista general, sería reducir de una manera monstruosa el radio de nuestra influencia, sin conseguir trazar por eso una demarcación definitiva. Y desde el punto de vista particular de cada Estado las tierras sacrificadas así no resultarían más que un puente tendido al invasor, que se acercaría irradiando cada vez con mayor fuerza desde la frontera en marcha, hasta transformarse en un gigantesco vecino absorbente [59]”.

Ugarte reclama así la unificación de toda la América española, “desde el norte de México hasta el estrecho de Magallanes”, por encima de querellas y susceptibilidades secundarias fomentadas en muchos casos por el propio accionar imperialista.

La pregunta que el lector de “El porvenir…” se hace a esta altura es ¿qué ocurre con Europa y, esencialmente, con Gran Bretaña? ¿Cómo ve Ugarte nuestra vinculación con los países del Viejo Mundo?

Con cierta ingenuidad, tal vez nacida del hecho de que Ugarte escribe pensando en el continente entero y no exclusivamente en la Argentina o en el extremo sur del mismo, tras reconocer que “todo el comercio sudamericano” está en poder de Europa, no ve en ello riesgo alguno, pues “lo que hace que el peligro europeo se desvanezca es su propia composición: la diversidad de naciones y de intereses que lo forman [60]”. Hay una “amenaza real”, la de los Estados Unidos y una amenaza que él cree “ficticia”, la de Europa. De todas maneras, esa confianza no le impide advertir el peligro que implica para nuestros países “entregarse a los empréstitos y a la industria de una sola gran nación”. Por el contrario, la voluntad unida de América Latina debe tender “a reunir el mayor número de competidores” con el objeto de “neutralizar los apetitos y crecer al calor de las rivalidades [61]” de las potencias. “Nuestra táctica debe inspirarse en la que Francia siguió durante el último conflicto: ni con aquéllos ni con estos [62]”, afirma Ugarte, pronosticando así la que sería luego su posición neutralista durante las dos guerras mundiales.

Esa prescindencia tanto de Estados Unidos como de Europa, ese delicado equilibrio de intereses mutuamente contrapesados, constituye para Ugarte -aparte de la imprescindible unificación de todas las secciones latinoamericanas-, una de las principales medidas que puede esgrimir nuestro continente, “no solo para detener la influencia invasora de la América inglesa, sino también –de una manera más amplia- para ponerse al abrigo de todas las intrusiones [63]”. Para ello, sugiere luchar contra el enemigo imperialista usando a nuestro favor los fundamentos de la doctrina Monroe. Con el auxilio de la política, ese “junco flexible [64]”, y “puesto que los Estados Unidos se empeñan en preservarnos de Europa, dejémosles hacer, a condición, naturalmente, de que Europa nos defienda de los Estados Unidos [65]”.

Pero Ugarte no se detiene allí. Emulando en algunos aspectos la política emancipadora propiciada por Mariano Moreno un siglo antes en su “Plan Revolucionario de Operaciones”, propone sembrar la discordia en el campo enemigo, ya que “la poderosa República del Norte tiene también sus puntos vulnerables [66]”. Más allá de “la concentración de las fortunas y el aumento de los monopolios”, preanunciadores de gigantescas crisis económicas, Estados Unidos vive “un hondo antagonismo de pueblos, una lucha a muerte entre hombres blancos y hombres de color que, utilizada por un adversario inteligente, puede llegar a desangrar su empuje [67] ”. Del mismo modo, aparece en el panorama mundial un factor nuevo: el Japón, que le disputa el predominio en Asia y por lo tanto, al igual que Europa, “contribuirá a contener a los yanquis si sabemos encauzar los hechos hasta equilibrar las tres fuerzas que se anulan [68]”. Por último, no descarta Ugarte el estallido que ante cualquier “circunstancia oportuna” producirá el fermento revolucionario en los países anexados por el expansionismo imperialista.

Así, “acumulados sobre la base de la unidad, estos elementos constituyen el andamiaje de un sistema de defensa [69]”, del que Ugarte no excluye otros aspectos de importancia como el arte y las comunicaciones.

Con respecto al primero, nuestro autor –poeta y narrador él mismo- aboga por un arte propio, nacional, pues “los que arguyen que la belleza es universal, olvidan que el sol también lo es, y que sin embargo su aspecto y su influencia cambian según el lugar del mundo que nos sirve de observatorio [70]”. En ese sentido es importante la construcción de una nueva noción de nacionalidad, en la cual “las fronteras están más lejos de lo que suponen los que solo atienden a mantener dominaciones efímeras, sin comprender que por sobre los intereses del grupo están los de la patria y por sobre los de la patria los de la confederación moral que forman los latinos dentro del Continente [71]”.

Con el fin de estrechar los lazos de esa confederación por ahora solo moral – pero observable claramente en el matiz propio de nuestra literatura, de nuestras instituciones políticas, de nuestro idioma, de nuestros héroes en común, como San Martín y Bolívar- Ugarte proclama la urgente necesidad de “establecer comunicaciones especiales entre las diferentes repúblicas [72]”, a través de la instalación de líneas telegráficas y ferrocarriles. Las primeras porque “es un contrasentido que las noticias de la América española nos lleguen después de haber pasado por Washington [73]”, y los segundos porque “del intercambio de productos, gentes e ideas, de la creciente comunidad de costumbres y de propósitos, brotará acaso al cabo de poco tiempo la necesidad de estrechar los vínculos hasta unificar el porvenir como confundimos el pasado [74]”. Esbozando el principio de lo que muchas décadas después Samir Amin llamaría la “desconexión”, Ugarte sostiene que “para alcanzar el resultado apetecido sería preferible que esas comunicaciones no se unieran con las de la nación invasora y dejaran al Norte, por lo menos durante algunos años, mientras ganamos vigor, una interrupción y un hueco [75]”. Con igual osadía, en una época de crudo liberalismo colonial, plantea también la necesidad de que las vías férreas que nos intercomuniquen sean “por lo menos propiedad de los Estados por los cuales atraviesen [76]”.

Otros dos puntos insoslayables de los planteos de Ugarte en este libro impar son los vinculados con las reformas sociales y políticas que los tiempos demandan, siempre teniendo en cuenta que “la civilización no consiste en aplicar dócilmente todas las fórmulas modernas, sino en tener vida propia y en examinar las que se ajustan al grupo [77]”.

Con respecto a la cuestión política y en franca oposición al pensamiento elitista de Gálvez y Rojas, Ugarte se manifiesta con claridad: “Algunos han atribuido el desorden a la forma de gobierno, basándose en la frase de Rousseau: «La democracia conviene a los Estados pequeños, la aristocracia a los medianos y la monarquía a los grandes.» Pero ni Rousseau hizo por justificar esa máxima, ni los que invocan tan alta autoridad tienen en cuenta el ejemplo de los Estados Unidos. Además, en tales cuestiones no basta considerar lo conveniente; hay que tener en cuenta lo justo. Aun suponiendo que en los países vastos resulte difícil mantener la forma republicana, no sería ésta una razón para caer en el contrasentido más evidente. Partiendo de la base de que según el mismo Rousseau cada ciudadano tiene derecho a la libertad, y dado que ésta es propiedad inalienable de cada uno, fuera sofisma inconcebible reconocerla a quinientos mil para negarla a diez millones. Toda forma de gobierno encierra sus peligros y en evitarlos está la habilidad del legislador. Suprimir el sufragio libre porque de él derivan la dictadura y el fraude, fuera lo mismo que abolir el pensamiento porque éste es susceptible de encaminarse hacia el mal [78]”.

En lo atinente a la cuestión social, las opiniones de Ugarte –por entonces incómodo afiliado al partido socialista de Juan B. Justo- son también firmes y tajantes. “Una concepción ensanchada de la justicia empieza a exigir que, después de haber democratizado el poder político, hagamos lo posible por democratizar el poder económico [79]”. Para ello aboga por el arbitraje estatal, “porque si el Estado se negara a inmiscuirse en las relaciones de los grupos que coexisten en su seno, tendría que negarse, para ser lógico, a intervenir en las disputas callejeras [80]”. Así, y ya que “el porvenir de un país no puede inmolarse en aras de la riqueza individual”, es necesaria la intervención del Estado para la cristalización urgente de reivindicaciones laborales, como la jornada de ocho horas, el descanso semanal, la reglamentación del trabajo de la mujer y el niño, la prohibición del trabajo nocturno y diversas medidas de higiene y salubridad en los talleres, que ayuden a subsanar “los desfallecimientos de una legislación antigua que sólo defiende las propiedades en detrimento de los hombres [81]”.

Ahora bien, ese intervencionismo estatal trae consigo “un corolario obligado”: la participación obrera en las ganancias. Con su buena lógica de siempre, Ugarte lo explica de este modo: “si los que entregan su oro a una empresa reciben dividendos ¿por qué no ha de recibirlos el operario que incorpora a ella su capital de sangre [82]?”.

Estas avanzadas reformas sociales se deben combinar, en opinión de Ugarte, con la asistencia estatal a los más débiles “mediante socorros, pensiones, tutelas o seguros que establezcan una solidaridad tangible entre las diversas porciones de la nación”. El gasto público que insumirían dichas medidas podría ser sufragado con “el impuesto progresivo sobre la renta y los derechos del Estado en las sucesiones”, pero si con ello no alcanzara “siempre quedaría el recurso de poner a contribución el factor principal de nuestras prosperidades [83]”, es decir, la tierra.

Aquí es, sin duda, donde el pensamiento de Ugarte alcanza mayores niveles de atrevimiento: proponer la expropiación de parte de la renta agraria, en manos de propietarios ausentistas y parasitarios, para que el Estado la distribuya en favor de la prosperidad de la república y de sus habitantes más desvalidos, sigue siendo hoy la piedra de toque donde se detienen los impulsos incendiarios de no pocos revolucionarios de gabinete.

La diferencia es que Ugarte era un revolucionario a secas, un pensador rebelde del Tercer Mundo, cuando esta expresión ni siquiera había sido acuñada. Él percibía con claridad que en países como los nuestros, asolados por el imperialismo, con sus tareas nacionales de unificación e independencia política todavía inconclusas, “la cuestión obrera no puede desinteresarnos del problema nacional”, aunque teniendo siempre en claro que “la victoria del país y el adelanto sindical son vasos comunicantes [84]”. Ugarte sabía que sin pueblo no hay revolución posible pero también estaba convencido de que sin patria liberada no hay posibilidad de liberación popular alguna. Por eso diría dos años más tarde: “yo creo que el socialismo debe ser nacional” y por eso reclamaba, en fecha tan precoz como 1910, la intervención estatal en la economía declarándose a favor de la nacionalización de servicios públicos (tranvías y ferrocarriles), minas, canteras y sobre todo del negocio del seguro, que “absorbe desde el extranjero una parte fabulosa de nuestra riqueza [85]”.

Un último apartado merecen las concepciones históricas de Ugarte que lo ubican, como bien apunta Norberto Galasso, “en el papel de uno de los primeros revisionistas de nuestra historia, continuador de Alberdi y desarrollando su misma concepción federal – provinciana [86]”. En efecto, el pensador tucumano había esbozado, en su crítica a la “Historia de Belgrano” de Mitre, que “la revolución argentina es un detalle de la revolución de América; como ésta es un detalle de la de España; como ésta es un detalle de la revolución francesa y europea [87] ”. Ugarte desarrolla esa tesis, opuesta a la visión mitrista de la historia -oficialmente vigente hasta el día de hoy-, que describe a la revolución de Mayo como una resultante de las invasiones inglesas y, por ende, como un mero golpe antiespañol de inspiración librecambista y probritánica [88]. Citemos a Ugarte: “En las alturas predominaba el autoritarismo –dice-. En la masa fermentaban las ideas democráticas. Si el movimiento de protesta contra los virreyes cobró tan colosal empuje, fue porque la mayoría de los hispanoamericanos ansiaba obtener las libertades económicas, políticas, religiosas y sociales que un gobierno profundamente atrasado y conservador negaba a todos, no sólo en América, sino en la misma España. Los que pedían un régimen colonial más amplio en las tierras jóvenes se alzaban contra la misma fuerza opresora que combatían en el Mundo Viejo los que reclamaban una Constitución. La revuelta fue un paso dado hacia las ideas liberales que defendían en la madre patria muchos patriotas ilustres. Y lo que se reflejó, agrandado por la distancia, lo que se encarnó en dos símbolos, el virrey y el comerciante, el pesado engranaje administrativo y las ágiles fuerzas productoras, fue la rajadura que dividía a la raza en dos porciones antagónicas. No nos levantamos contra España, sino contra el grupo retardatario que en uno y otro hemisferio nos impedía vivir [89]”.

Filiado también en el Alberdi de los “Escritos Póstumos [90]”, que afirmaba irónicamente en su impugnación a Mitre: “si el caudillaje es producto de la democracia bárbara, el despotismo es producto de la democracia inteligente”, Ugarte –en esto concordando también con Rojas y con Gálvez- comienza a vislumbrar el sentido de las luchas civiles del siglo XIX y de algunos de sus protagonistas todavía ocultos “tras la leyenda sanguinaria que levantaron los adversarios como una polvareda de huida [91]”. En explícita alusión a la historia oficial afirma: “Los procedimientos rudos unidos a la dificultad de separar en lo que a tales episodios se refiere la verdad del error, envueltos como estamos todavía en las pasiones y las represalias, hacen que nos dejemos influenciar a menudo por la opinión corriente. Pero deduciendo sin pasión, leyendo la vida a través de los comentarios que la adulteran o la violan, caemos fácilmente en la cuenta de que Rosas y Artigas, hombres apasionados y violentos, no hubieran levantado tantas resistencias en una época que precisamente pertenecía a los hombres violentos y apasionados, si no hubieran vivido en lucha con las pequeñas oligarquías locales.

Dueñas éstas de los medios de publicidad, e inspiradoras de los pocos que por aquel tiempo podían servirse eficazmente de una pluma, se defendieron con entusiasmo, y los dictadores rojos tuvieron que sucumbir ante el ataque de los que, apostados en las cuatro esquinas de la opinión, les hacían una guerra insostenible. Pero esos gauchos bravos habían nacido en momentos en que Europa ardía en la llama de la Revolución, y a medio siglo de distancia, con las modificaciones fundamentales que imponía la atmósfera, sintetizaban de una manera confusa en el Mundo Nuevo el esfuerzo de los de abajo contra los de arriba. No eran instrumentos de la barbarie. Eran producto de una democracia tumultuosa en pugna con los grupos directores [92] ”

Finalmente, otro rasgo, de ningún modo sorprendente, que une a este libro de Ugarte con los reseñados de Gálvez y Rojas, es el eco glacial con que fue recibido por la pequeña y por la gran prensa de nuestro país. A diferencia de la notable repercusión en toda la Patria Grande, entre nosotros fue ignorado o en todo caso displicentemente recibido como en este comentario del órgano oficial del Partido Socialista: “El Porvenir de la América Española es una proclama alarmista. Muchos han venido agitando la opinión con el peligro yanqui. Pero los pueblos de nuestro continente no los han escuchado (…). Y si la propaganda alarmista no encuentra eco en ellos debe ser porque el peligro no existe. No creemos en la dominación yanqui y opinamos que toda la conquista no pasará de las republiquetas en donde se vive en perpetua revuelta [93]”.

El desdén de “saihb” blanco con que habla el articulista “revolucionario” nos exime de toda acotación.

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