El Forjista
Capítulo 5- ALGUNAS REFLEXIONES FINALES
Se publican entre nosotros toda suerte de obras, pertenecientes a las más variadas literaturas, en sus ejemplos más sublimes o detestables; cuanto engendro sociológico emana de la cabeza de cualquier profesor universitario de tercer orden de cualquier país del mundo y de cualquier siglo, libros de ciencia política, de viajes, de aventuras, de memorias, novelas, poesías, ensayos, tratados de economía, en una palabra cuanto puede abrazar el espíritu humano, despierto o dormido, pero el nombre de Ugarte no figura jamás.
Jorge Abelardo Ramos, 1962 (Prólogo a “El destino de un continente”, de Ugarte).
Durante toda su existencia de virtual desterrado, se le negó
a Manuel Ugarte el reconocimiento que su vida y su obra merecían.
Póstumamente, el eclipse no casual de su figura y de su producción
persiste con mayor intensidad.
Hace pocos años, en un artículo periodístico,
Pedro Orgambide sostenía: “Ugarte es, aún, el
gran olvidado del pensamiento político argentino [94]”.
Pero no nos engañemos. No se trata de un olvido puramente azaroso.
Las “pequeñas oligarquías locales” que Ugarte
marcara a fuego, aliadas del imperialismo y, en tanto dueñas
de los medios de publicidad, constructoras y divulgadoras de una nefasta
historia “ad usum delphini”, dejaron caer sobre la palabra
y el pensamiento del gran escritor la más densa de las redes
de silencio, un escamoteo al mismo tiempo refinado y abyecto.
Ese mutismo mediático, que también envolvió en el transcurso del siglo XX a figuras como Jauretche, Scalabrini Ortiz, Hernández Arregui, Puiggrós, Ramos, Cooke [95] y tantos otros tributarios argentinos de su pensamiento continental, se enmarcó en una política bien definida de la cultura y de la historia del país.
Así, arrostrando a conciencia el odio de una oligarquía que en otros países es “más noble” porque “fusila”, Ugarte supo combinar hace un siglo las más avanzadas concepciones sociales con la idea nacionalista, de patria y, más aún, de patria grande latinoamericana. “Es la patria mía, en su concreción directa que es la Argentina, y en su ampliación virtual que es la América hispana, lo que he tratado de defender [96]”, declaraba en 1923, reafirmando su adscripción a un nacionalismo que, desde esa perspectiva, poco tenía que ver con el de sus amigos Rojas y Gálvez.
Afirma Juan José Hernández Arregui –uno de los notorios discípulos ideológicos de Ugarte-: “en su forma más genérica, el nacionalismo (se refiere específicamente al nacionalismo de derecha) es hispanista, antiliberal, católico y partidario de los regímenes de fuerza [97] ”.
Si algunos de esos rasgos pueden ser atribuidos al pensamiento de
Ugarte, es menester deslindar posibles equívocos.
Ugarte defendió a España, sobre todo porque le molestaba
el “derrotismo histórico sin justificación”
de quienes veían en la herencia española una suerte
de rémora étnica originaria de todos nuestros males
[98], pero su amor por la madre patria - a fin de cuentas instrumento
de defensa cultural contra el avance imperialista-, jamás cayó
en el hispanismo inquisitorial de otros hombres del nacionalismo.
Cuando en 1911 alguien lo acusa de “hispanizante”, Ugarte
responde: “No puedo hacer a ningún hombre inteligente
que haya leído mis libros la injuria de suponerlo capaz de
semejantes equivocaciones. El divorcio con España, cuyo nombre
pronuncio siempre respetuosamente, es un hecho y nadie pretende rehacer
la historia. Pero así como los Estados Unidos han cultivado
en su radio y han empujado hasta los territorios limítrofes
su tradición y su idioma, nosotros debemos tratar de mantener,
por lo menos en las tierras que nos pertenecen todavía, nuestra
lengua y nuestras costumbres, base insustituible de toda originalidad
[99]”.
Si fue antiliberal en algunos aspectos como el económico, en otros, como el político se mostró enemigo de todo régimen de fuerza, de los “militarismos inútiles” como él decía. Y si pudo afirmar en 1923: “el trust del petróleo y la Stándard Oil Company tiene hoy, desgraciadamente, más importancia para nuestra América que la revolución francesa y la Declaración de los Derechos del hombre [100]”, era porque sabía distinguir claramente entre la democracia formal, vacía de contenido popular y subordinada en última instancia a los grandes monopolios internaciones, y la verdadera democracia nacida de las entrañas del pueblo. Así, cuando a raíz de las elecciones del 24 de febrero de 1946, los dirigentes de la Unión Democrática, concientes de su derrota en los distritos populares, comenzaron a cifrar todas sus esperanzas en el escrutinio de los barrios céntricos, Ugarte alzó su voz para preguntar: “¿Qué democracia es ésa, que necesita esperar el asfalto para defender su credo y reniega de la opinión de las zonas esencialmente proletarias? [101] ”.
En cuanto a la religión, pese a sus convicciones católicas, que conservó toda la vida, sólo le va a interesar como posible factor de unidad de América Latina. Por otra parte, nada más lejos de la religiosidad de Ugarte que el clericalismo de sacristía, burdo y esencialmente anticristiano, que cultivan muchos miembros de lo que Jorge Abelardo Ramos llamaba el “nacionalismo de shortorn” y Perón, más llanamente, “piantavotos de Felipe II”.
Pero decíamos que, además de nacionalista, Manuel Ugarte fue un revolucionario, un revolucionario nacional, latinoamericano. Normalmente, por una de esas aberraciones propias del pensar “politoilógico” de los que subordinan su pensamiento a las ideologías generadas en los centros imperiales, suele entenderse la palabra revolucionario como diametralmente opuesta a nacional. Ha quedado delineada, creemos, en las apretadas páginas anteriores, una visión diferente y, a nuestro juicio, incontrastable: Manuel Ugarte fue nacional, tal vez el más nacional de los intelectuales argentinos del centenario, y al mismo tiempo fue, sin duda, el más revolucionario, lúcido y consecuente de todos ellos.
“A pesar de todas las delincuencias, la patria existe”, decía en una conferencia en un local obrero de El Salvador en 1911. E instaba más adelante: “debemos preservar colectivamente, nacionalmente, continentalmente, al gran conjunto común de ideas, de tradiciones y de vida propia, fortificando cada vez más el sentimiento que nos une, para poder realizar en el porvenir entre nosotros y de acuerdo con nuestro espíritu, la democracia total que será la patria grande de mañana [102]”.
La combinación explosiva de términos no necesariamente enfrentados como nacionalismo y democracia o socialismo y patria, resultaba (y resulta aún hoy) incompatible con las ideas dominantes en la sociedad, que como se sabe son las ideas de la clase dominante en esa sociedad.
Sin embargo, Manuel Ugarte –y he ahí el secreto de su “muerte civil”- fue revolucionario y fue nacionalista [103]. No revolucionario suspendido fuera del tiempo y del espacio. No nacionalista en el sentido que identifica nacionalidad con defensa ultramontana de concepciones apolilladas hace ya mucho tiempo. Nacionalista y revolucionario en el único sentido en que pueden serlo los habitantes de países balcanizados y sojuzgados como los que sobreviven y luchan de este lado del mundo. Nacionalista y revolucionario continental, popular y, sobre todo, enemigo jurado de toda sujeción imperialista.
Cuando Juan B. Justo –padre del izquierdismo cipayo argentino- y sus seguidores de “La Vanguardia” se exaltaban jubilosos al recordar en 1913 la captura imperialista de Panamá, Ugarte se alzó de inmediato para condenar esa actitud, lo que le valió ser expulsado del Partido Socialista. En la polémica que en esa ocasión se suscitó, arremetiendo contra el “eterno antipatriotismo, llaga más o menos oculta de la agrupación [104]”, recordará: “en una reunión del comité Ejecutivo en que se me dijo que una carne con cuero era preferible a la bandera, contesté que la independencia argentina y de América no se había hecho con una carne con cuero clavada en la punta de una lanza, sino con nuestros colores gloriosos y respetados, ante los cuales me inclino”. Lo que no le impedía afirmar en el mismo escrito: “un congreso podría separarme del partido, pero no expulsar el socialismo de mi corazón [105]".
Esa convicción socialista y a la vez nacional - que lo aleja, paradójicamente, tanto del socialismo “municipal y espeso” de sus correligionarios como del vago nacionalismo agrario de la “Causa” yrigoyenista-, le permite ofrecer en “El porvenir de la América Española”, a un siglo exacto del movimiento emancipador de Mayo, un programa político, coherente y realizable, para lograr la revolución nacional inconclusa en América Latina.
Dicho programa - verdadero Proyecto Nacional Latinoamericano- fue puesto en práctica, con mayor o menor empuje y convicción, por los diversos movimientos nacionales que florecieron en el continente en los años de la segunda posguerra y, particularmente en nuestro país, durante la década 1945-1955.
Sabiéndolo leer sin anteojeras ideologistas o “gafas de político europeo” - como diría Rojas-, en las páginas visionarias de “El porvenir…” están prefigurados el artículo 40 de la constitución del ‘49 y la obra social de Evita; la nacionalización de los ferrocarriles y teléfonos y la creación de la marina mercante; la repatriación de la deuda exterior y los primeros pasos hacia la concreción de una industria pesada; la legislación laboral, previsional y social del peronismo y la política de unidad sudamericana, condensada en la frase de su líder: “el año 2000 nos encontrará unidos o dominados”.
La matriz ugarteana, y principalmente la de su libro de 1910, está presente en las luchas, triunfos y realizaciones del nacionalismo popular en el siglo XX. Y su proyecto, inconcluso pero no derrotado, sigue tan vigente como nunca.